Al tema #3

Una nave industrial abandonada, sucia y con pintadas, hay una silla plegable en el centro iluminada por un cuadro de luz que proyecta un tragaluz en el techo.

Título del relato: "Amnesia".

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[Nota fija]→ «Al tema» es una subsección dentro de «Juegocuentos» en la que escribiré un relato inspirándome en un tema generado automáticamente por la aplicación de Android What to Draw? Que podrás descargar de forma gratuita en Google Play entrando aquí.

Tema a utilizar:

Captura de pantalla de la aplicacción "What to draw?". En ella la aplicación me propone el tema: "Despertando con amnesia y cubierta de sangre".

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SE DESPERTÓ en el suelo de lo que a primera vista parecía el apocalipsis pero que tras un vistazo más concienzudo y menos legañoso resultó ser una nave abandonada llena de suciedad, pintadas y diversos animalillos de esos que salen de huevos y que se escabullen entre grietas y otros orificios pequeños.
    En el centro de la nave, iluminada por la luz del sol que se filtraba por alguna ventana, había una silla plegable impoluta que desentonaba con la suciedad y el desastre general. Se incorporó y su entorno se volvió borroso, la cabeza le empezó a doler como si alguien le estuviera clavando a martillazos un cartel de «Cerrado por descanso neuronal» en la sien. Se miró las manos, cubiertas de sangre, cogió la tela de la camiseta a la altura de su pecho plano, la estiró para poder verla y comprobó que también estaba ensangrentada. Se palpó la cara y notó una textura rugosa, como de arcilla e intuyó que también la tenía llena de sangre, incluso el pelo lo tenía apelmazado y pegajoso.
    A su alrededor habían trozos de una cuerda gruesa y charcos de sangre salpicados de órganos vitales y partes del cuerpo pertenecientes a distintas personas. Cerca de ella, por ejemplo, una cabeza estaba tumbada sobre su mejilla izquierda, dándole la nuca, independizada del resto del cuerpo que podía ser cualquiera de los que había por ahí esparcidos. Quizá fuera la cabeza de ese torso vestido con una camiseta negra con el logo de Iron Maiden, clavado a la pared de la izquierda, atravesado por el centro del pecho por un arpón y privado de las piernas que, en lo que respectaba a ella, podían ser perfectamente esas que parecían brotar del suelo por la cadera, como si alguien se hubiera lanzado de cabeza contra el hormigón con la intención de atraversarlo y lo hubiera conseguido solo a medias. En una de las vigas de acero que tenía sobre su cabeza colgaba boca abajo un tipo entero, doblado hacia delante como un saco de patatas. Aún sentada en el suelo giró el torso y se fijó en el hombre muerto tras ella, estaba tumbado boca arriba pero no estaba de una pieza: la cabeza estaba separada del cuerpo unos veinte centímetros, el brazo derecho se separaba unos cinco centímetros del hombro, el antebrazo izquierdo se separaba del bíceps unos seis, las piernas, ambas a la altura de las ingles, se separaban unos doce centímetros y los pies, tumbados ambos sobre sus tobillos interiores de tal forma que las punteras se miraban entre sí, parecían amantes cuyo amor prohibido por alguna movida familiar los mantenía separados unos sesenta centímetros. Suspiró, abrió mucho los ojos y se dio cuenta de que no sabía qué había pasado allí, claro que tampoco sabía qué hacía ella y, para ser justa, ni siquiera sabía quién era ella.
    Se levantó del suelo, se enderezó y su espalda crujió al estilo mascletá. Intentó dar un paso, pero su pierna estaba entumecida y ni siquiera notó el hormigón bajo la suela del zapato. La rodilla se le dobló y se venció hacia delante.
    —De… mo… nio…
    La voz que se iba a apagando provenía de un hombre alto, delgado y atractivo —si tu tipo son los hombres a los que les han arrancado un ojo pero se lo han dejado colgando de la cuenca a la altura de la mejilla y les han saltado casi todos los dientes—. La miraba con odio, o con todo el odio que se puede mirar a alguien con un ojo en su sitio y el otro meciéndose como el péndulo de un reloj de cuco.
    Se acercó al tipo, intentando ignorar el entumecimiento de sus piernas, se arrodilló junto a él e hizo varios amagos de tocarle, no sabía donde hacerlo porque al fijarse mejor en él se dio cuenta de que tenía el pecho lleno de puñales. Parecía un erizo cuya cabeza apuntase hacia el lado incorrecto.
    —¿Qué ha pasado? —dijo ella y su voz le resultó extraña y, aunque más tarde se odiaría por ello, sorprendentemente bonita.
    —De… mo… nio…
    —¿Un demonio? ¿Esto lo ha hecho un demonio?
    —Tú… de… mo… nio…
    —¿Mi demonio? ¿Yo tengo un demonio?
    —No… tú… de… mo… nio…
    —¿Qué pasa con mi demonio?
    —¡QUE TÚ ERES EL DEMONIO, COJONES!
    Dicho aquello el hombre murió como lo hacen en las películas malas, ladeando la cabeza y sacando la lengua. Había usado su último aliento.
    «¿Soy el demonio?», pensó ella, «¿yo he hecho esto?», siguió pensando ella, «¿cómo es posible?», está claro que ella era de pensar mucho. Se levantó del suelo, miró a su alrededor, a la alfombra de cadáveres y de porciones de cadáveres que la rodeaba, se miró las manos y tuvo una sensación extraña llamada ganas de vomitar.
    Vomitó.
    No sabía quién era, el único dato que tenía no le parecía especialmente fiable porque provenía de un tipo cuyo pecho había sido confundido con una diana, un tipo al que le colgaba un ojo —cosa que era bastante asqueroso, todo hay que decirlo— y, en definitiva, un tipo que se moría de forma rara. Tenía que salir de allí, tenía que descubrir qué había pasado y qué era ese cuento de que ella era el demonio.

¡Coméntame o morirá un gaticornio!

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