

[Nota fija]→ «Primeras palabras» es una subsección dentro de «Juegocuentos», en ella escribiré un relato que tendrá que empezar por la frase que una seguidora o seguidor de mi cuenta de Twitter me propondrá.
La frase a añadir es:Llovía tanto que no pudo escuchar el claxon del camión….
— Cristian Blanco (Writer and more. Or less.) (@CBlancowriter) March 11, 2020

LLOVÍA TANTO que no pudo escuchar el claxon del camión. Así empieza esta historia, con un final. Poético, ¿verdad? Bueno, poético para todo el mundo menos para la mujer que quedó adherida al morro del vehículo como un mosquito estampado en el parabrisas. Aunque tampoco es que la pobre tuviera mucho tiempo de pensarlo, las puertas del cielo se le aparecieron en menos de lo que tardó en decir: «Oh, mierda…»
—¿Nombre?
La voz provenía de delante y de abajo. La mujer, de unos treinta y cuatro años, delgada, pelirroja con el pelo rizado y despeinado, los ojos color marrón, la nariz ligeramente torcida hacia la izquierda y la boca de labios finos abierta en una O desconcertada, miró hacia donde venía la voz. Vestía chaqueta negra hasta las rodillas —la mujer, no la voz—, tejano negro hasta los tobillos y botas negras hasta el suelo que quedaba oculto bajo una niebla baja y blanca. La figura era una especie de espectro, parecido a un espermatozoide del tamaño de una sandía. Le brotaban unos brazos largos y finos que terminaban en manos como manoplas. Sujetaba una carpeta con la manopla izquierda y, con la derecha, se colocaba unas gafas de pasta que se mantenían a pesar de la ausencia de nariz y de orejas. No tenía ojos, pero teniendo en cuenta que un espermatozoide con carpeta y gafas le acababa de preguntar cómo se llamaba, el detalle de la ausencia de ojos se podía obviar con relativa facilidad.
—¿Nombre? —volvió a preguntar. Tenía una voz bonita a pesar del tono cansino que reflejaba que tenía que hacer esa pregunta miles de veces al cabo del día.
—¿Me lo preguntas a mí?
El espectro inclinó la parte alta hacia delante y se bajó un poco las gafas de una forma tan expresiva que la mujer supo que aquella cosa la estaba mirando por encima de las lentes.
—Me-me llamo Fredesvinda, pero puedes llamarme Fred, todos mis amigos me llaman así.
—Fredesvinda pues —dijo el espermatozoide mientras cogía un lápiz que pendía de donde debería tener la oreja derecha—. ¿Causa de la muerte?
—¿Perdona?
—¿Causa de la muerte?
—¿Estoy muerta?
—Mierda… ¿Tenemos que pasar por esto? Mire a su alrededor, por favor. —El espectro dejó que Fredesvinda mirara a un lado y al otro: estaba en un espacio blanco, impoluto e infinito. Tras el espectro había una verja dorada tan alta que no habría Dios que se la saltase, ¿lo pillas? Tras Fredesvinda había una fila de sillas con gente sentada con la cabeza gacha—. Estás en el limbo.
—Pero no puedo estar muerta, tengo treinta y cuatro años.
—Cristo tenía uno menos cuando le dieron matarile.
—No, no, no, espera. Yo estaba en la calle, llovía, iba a cruzar la carretera y una luz muy fuerte me cegó. Luego algo me golpeó y…
—«Muerte por atropello». —El espectro lo apuntó en la carpeta—. En una escala del cero al diez, siendo cero la reencarnación de Hitler y diez el nuevo Gandhi cómo de buena persona se considera usted.
—¿Cómo?
El espectro resopló.
—En una escala del cero al diez, siendo cero la reencarnación de Hitler y diez el nuevo Gandhi cómo de buena persona se considera usted.
—¿Es en serio?
—En una escala del cero al diez, siendo cero la reencarnación de Hit…
—¡Vale, vale! Pues no sé… ¿seis? —El espectro emitió un sonido de desaprobación—. ¿Cinco?
—¿Seis o cinco?
—No sé. Yo creo que soy buena persona.
—Todo el mundo lo piensa. Sigamos. ¿Cuál fue la última acción desinteresada que realizó?
—Uf… me pillas en frío. Tendría que pensarlo.
—Un número seis no necesitaría pensarlo.
—Quizá sea un número cinco.
—Un número cinco no necesitaría pensarlo.
—¡Ya vale! Acabo de enterarme de que estoy muerta, dame un poco de tregua, ¿no?
—No. Última acción desinteresada que realizó.
—¡Dios!
—No blasfeme, por favor. Última acción desinteresada que realizó.
—¡Yo qué sé! Le expliqué a un guiri cómo ir en metro a un sitio.
—Entiendo.
El espectro apuntó sin hacer ningún ruido y, por extraño que pueda parecer, eso fue aún peor.
—¿Ha tenido deseos de matar a alguien?
—¿A parte de a ti? —Fredesvinda se rió con un ronquido al final de la carcajada. El espectro volvió a mirarla por encima de las lentes como diciendo: «Really?»—. Ejem… no eres muy risueño, ¿no?
—Ja y ja. ¿Ha tenido deseos de matar a alguien?
—No.
—¿Ha robado alguna vez?
—¡No!
—¿Qué ha robado exactamente?
—¡He dicho que no he robado nunca!
—Lo sé. Mire, Fredesvinda. Llevo unos mil años en este puesto…
—Eso sí que es un contrato indefinido.
—… y en estos mil años he aprendido a detectar las mentiras de forma más fiable que un polígrafo. ¿Qué ha robado exactamente?
Fredesvinda tragó saliva.
—De… de… de pequeña robé una película en VHS.
—¿Título de la película?
—Los payasos asesinos del espacio exterior. ¿Es importante el título?
—Simple curiosidad. Buena película. Coja este número y espere a que le llamen por megafonía.
El espectro le entregó un papel pequeño. Fredesvinda miró a un lado y a otro, miró tras el espectro y miró el papel.
—¿De dónde narices has sacado esto?
—Espere a que le llamen por megafonía. ¡Siguiente!
Fredesvinda se giró, miró el número del papel y al ver que le había tocado el 15948415949126219841651941 se volvió hacia el espectro para protestar. Estaba entrevistando a un tipo bajito y vestido con pijama.
—Este número debe estar mal —dijo—. Ni siquiera sé cómo se pronuncia.
—El número es correcto. Espere a que la llamen por megafonía. —Miró al hombre y preguntó—: ¿Nombre?
Al ver que el espectro no iba a responerle más se sentó junto al resto de gente. Se dio cuenta de que, se pronunciara como se pronunciara aquel número, allí no había tanta gente. Suspiró, bajó la cabeza y se mezcló con el resto de almas en pena, esperando su turno para saber si podía cruzar las puertas del cielo o tendría que bajar al infierno. «¿Realmente soy un seis o un cinco?», pensó y, automáticamente, en su cabeza su voz dijo: «¡Por el culo te la hinco!» y en ese momento se dio cuenta de que, como mucho, era un tres. ■
—¿Nombre?
La voz provenía de delante y de abajo. La mujer, de unos treinta y cuatro años, delgada, pelirroja con el pelo rizado y despeinado, los ojos color marrón, la nariz ligeramente torcida hacia la izquierda y la boca de labios finos abierta en una O desconcertada, miró hacia donde venía la voz. Vestía chaqueta negra hasta las rodillas —la mujer, no la voz—, tejano negro hasta los tobillos y botas negras hasta el suelo que quedaba oculto bajo una niebla baja y blanca. La figura era una especie de espectro, parecido a un espermatozoide del tamaño de una sandía. Le brotaban unos brazos largos y finos que terminaban en manos como manoplas. Sujetaba una carpeta con la manopla izquierda y, con la derecha, se colocaba unas gafas de pasta que se mantenían a pesar de la ausencia de nariz y de orejas. No tenía ojos, pero teniendo en cuenta que un espermatozoide con carpeta y gafas le acababa de preguntar cómo se llamaba, el detalle de la ausencia de ojos se podía obviar con relativa facilidad.
—¿Nombre? —volvió a preguntar. Tenía una voz bonita a pesar del tono cansino que reflejaba que tenía que hacer esa pregunta miles de veces al cabo del día.
—¿Me lo preguntas a mí?
El espectro inclinó la parte alta hacia delante y se bajó un poco las gafas de una forma tan expresiva que la mujer supo que aquella cosa la estaba mirando por encima de las lentes.
—Me-me llamo Fredesvinda, pero puedes llamarme Fred, todos mis amigos me llaman así.
—Fredesvinda pues —dijo el espermatozoide mientras cogía un lápiz que pendía de donde debería tener la oreja derecha—. ¿Causa de la muerte?
—¿Perdona?
—¿Causa de la muerte?
—¿Estoy muerta?
—Mierda… ¿Tenemos que pasar por esto? Mire a su alrededor, por favor. —El espectro dejó que Fredesvinda mirara a un lado y al otro: estaba en un espacio blanco, impoluto e infinito. Tras el espectro había una verja dorada tan alta que no habría Dios que se la saltase, ¿lo pillas? Tras Fredesvinda había una fila de sillas con gente sentada con la cabeza gacha—. Estás en el limbo.
—Pero no puedo estar muerta, tengo treinta y cuatro años.
—Cristo tenía uno menos cuando le dieron matarile.
—No, no, no, espera. Yo estaba en la calle, llovía, iba a cruzar la carretera y una luz muy fuerte me cegó. Luego algo me golpeó y…
—«Muerte por atropello». —El espectro lo apuntó en la carpeta—. En una escala del cero al diez, siendo cero la reencarnación de Hitler y diez el nuevo Gandhi cómo de buena persona se considera usted.
—¿Cómo?
El espectro resopló.
—En una escala del cero al diez, siendo cero la reencarnación de Hitler y diez el nuevo Gandhi cómo de buena persona se considera usted.
—¿Es en serio?
—En una escala del cero al diez, siendo cero la reencarnación de Hit…
—¡Vale, vale! Pues no sé… ¿seis? —El espectro emitió un sonido de desaprobación—. ¿Cinco?
—¿Seis o cinco?
—No sé. Yo creo que soy buena persona.
—Todo el mundo lo piensa. Sigamos. ¿Cuál fue la última acción desinteresada que realizó?
—Uf… me pillas en frío. Tendría que pensarlo.
—Un número seis no necesitaría pensarlo.
—Quizá sea un número cinco.
—Un número cinco no necesitaría pensarlo.
—¡Ya vale! Acabo de enterarme de que estoy muerta, dame un poco de tregua, ¿no?
—No. Última acción desinteresada que realizó.
—¡Dios!
—No blasfeme, por favor. Última acción desinteresada que realizó.
—¡Yo qué sé! Le expliqué a un guiri cómo ir en metro a un sitio.
—Entiendo.
El espectro apuntó sin hacer ningún ruido y, por extraño que pueda parecer, eso fue aún peor.
—¿Ha tenido deseos de matar a alguien?
—¿A parte de a ti? —Fredesvinda se rió con un ronquido al final de la carcajada. El espectro volvió a mirarla por encima de las lentes como diciendo: «Really?»—. Ejem… no eres muy risueño, ¿no?
—Ja y ja. ¿Ha tenido deseos de matar a alguien?
—No.
—¿Ha robado alguna vez?
—¡No!
—¿Qué ha robado exactamente?
—¡He dicho que no he robado nunca!
—Lo sé. Mire, Fredesvinda. Llevo unos mil años en este puesto…
—Eso sí que es un contrato indefinido.
—… y en estos mil años he aprendido a detectar las mentiras de forma más fiable que un polígrafo. ¿Qué ha robado exactamente?
Fredesvinda tragó saliva.
—De… de… de pequeña robé una película en VHS.
—¿Título de la película?
—Los payasos asesinos del espacio exterior. ¿Es importante el título?
—Simple curiosidad. Buena película. Coja este número y espere a que le llamen por megafonía.
El espectro le entregó un papel pequeño. Fredesvinda miró a un lado y a otro, miró tras el espectro y miró el papel.
—¿De dónde narices has sacado esto?
—Espere a que le llamen por megafonía. ¡Siguiente!
Fredesvinda se giró, miró el número del papel y al ver que le había tocado el 15948415949126219841651941 se volvió hacia el espectro para protestar. Estaba entrevistando a un tipo bajito y vestido con pijama.
—Este número debe estar mal —dijo—. Ni siquiera sé cómo se pronuncia.
—El número es correcto. Espere a que la llamen por megafonía. —Miró al hombre y preguntó—: ¿Nombre?
Al ver que el espectro no iba a responerle más se sentó junto al resto de gente. Se dio cuenta de que, se pronunciara como se pronunciara aquel número, allí no había tanta gente. Suspiró, bajó la cabeza y se mezcló con el resto de almas en pena, esperando su turno para saber si podía cruzar las puertas del cielo o tendría que bajar al infierno. «¿Realmente soy un seis o un cinco?», pensó y, automáticamente, en su cabeza su voz dijo: «¡Por el culo te la hinco!» y en ese momento se dio cuenta de que, como mucho, era un tres. ■
Un relato genial, me ha encantado como vas dibujando la escena. Me he reído mucho con la reflexión final, jaja. Es una frase muy típica que decía mi familia hace mucho tiempo. ¡Nos seguimos por las redes! ; )