Primeras palabras #1

En la imagen vemos a una mujer en primer plano, de espaldas, tiene el pelo recogido en una coleta corta, viste una chaqueta de piel sobre una sudadera con capucha que le sale por encima del cuello de la chaqueta. La mujer está encarando lo que parece un puente borroso.

El título del relato es: Otro mundo.

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[Nota fija]→ «Primeras líneas» es una subsección dentro de «Juegocuentos», en ella escribiré un relato que tendrá que empezar por la frase que una seguidora o seguidor de mi cuenta de Twitter me propondrá.

La frase a añadir es:

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ME LLAMÓ la atención el sabor a almendras amargas del café. Creo que es lo que hizo que me diera cuenta de que había despertado en otro mundo completamente distinto al mío: la ausencia de leche animal en mi taza. El segundo indicio fue que, por delante de mi ventana, pasó una ballena volando, era una ballena rara: tenía plumas y, bueno, volaba… Pero lo que hizo que saliera de dudas, lo que hizo que supiera a ciencia cierta que aquel no era mi mundo, fue la llamada telefónica que recibí.
    —Buenos días, señorita, mi nombre es Romulio, y le llamo para ofrecerle una mejora en su línea telefónica. ¿Con qué compañía está?
    —Mire, lo siento pero no estoy interesada —dije preparándome para el discurso del tal Romulio.
    —Vale, disculpe las molestias, buenos días.
    Sin más. Ni un: «Ya, pero es que no le he hablado de las ventajas que…», nada de: «Además si contrata con nosotros le regalaremos un…», nada de nada. Ahí fue cuando, temblando, con el corazón latiéndome a ritmo de dance latino, dije:
    —¡Mierda, este no es mi mundo!
    Salté de la cama, corrí al espejo y respiré aliviada al ver que seguía siendo yo. Hice un repaso rápido: dos ojos, uno a cada lado de la nariz, verdes pero con un tono dorado cuando les da el sol, dos labios en una única boca, carnosos, con los dientes bastante blancos teniendo en cuenta mi adicción al café, los incisivos superiores ligeramente separados. Una nariz, fina, aguileña, de la que me siento orgullosa. Dos orejas diminutas que solo se dejan ver si me aparto el pelo castaño con mechas rubias. En apariencia seguía siendo humana, y no solo humana, sino una humana de mi mundo —no sabía si en aquel mundo de ballenas voladoras y comerciales telefónicos comprensivos los humanos tendrían varios ojos repartidos por el cuerpo, o si directamente habrían caído bajo el yugo de los gatos, amos indiscutibles del planeta—. Habían tantas posibilidades que sentí que era mejor salir a explorar. Me vestí con lo primero que pillé, me recogí el pelo en una coletilla y, tras un suspiro que se suponía que tenía que insuflarme algo de valor, salí de casa.
    Primera diferencia con mi mundo: el olor de la calle. En mi mundo el hedor que emana de las cloacas hace que parezca que la ciudad entera tenga flatulencias, esta en cambio olía a café, a bollos de canela recién hechos y a ropa limpia. La siguiente diferencia la encontré cuando comencé a andar: las calles estaban limpias, ni una sola colilla en el suelo, ni chicles, ni charcos de orines de perro, ni montañas de excrementos de perros, ni ningún otro fluido de perro. Escuché a alguien hablar por teléfono y eso supuso la siguiente diferencia: di un salto, asustada, porque el tipo que hablaba por teléfono no gritaba, no lo había escuchado hasta que estuvo a un par de metros de mí. Era un hombre alto, delgado, con barba y vestido de traje, un humano normal y corriente, salvo por la ausencia de gritos.
    —Este sitio da escalofríos —dije justo en el momento en el que una de esas ballenas voladoras pasaba por encima de mi cabeza.
    Era sobrecogedor, sentí un nudo en el pecho y pensé en lo triste que sería que aquel cetáceo decidiera que quería aterrizar, sin pararse a pensar que yo estaba allí. La ballena siguió su camino y giró en una esquina. Sorprendente. Era como cuando ves a alguien conduciendo un autobús y tiene que girar por una calle tan estrecha que tú piensas: «No vas a poder» y, sin embargo, puede. Solo que multiplicado por mil —quizá por más—.
    A lo lejos vi a una mujer mayor esperando a que el semáforo se pusiera en rojo para cruzar la carretera. Otra diferencia con respecto a mi mundo: la gente tiene paciencia.
    —¡Señora! —dije yo. Me paré a su lado, jadeando, porque el aire era más espeso en ese mundo y, de hecho, más puro. Miré a mi alrededor y encontré otra diferencia: ni un solo coche. La gente se movía por la ciudad en bicicleta, patines, patinetes y otros vehículos no contaminantes.
    —Sí, dime, niña, ¿qué quieres?
    «Buena pregunta, señora, ¿qué quiero?», pensé.
    —Necesito hacerle una pregunta que quizá pueda parecerle un poco rara.
    —Oh, me halagas, niña, pero estoy casada.
    —¿Qué? ¡Oh, no! No era eso, no.
    —Menos mal, así nos ahorramos un momento embarazoso.
    —Sí, bueno… ¿me puede decir cómo se llama este planeta?
    —¿El nombre de este planeta?
    —Sí.
    —¿Es esto una broma de esas de cámara oculta, hija?
    —No, señora, es muy serio. Necesito que me diga el nombre de este planeta.
    —Vale, el nombre de este planeta es…
    Sentí que había una vida entera en aquella pausa o un corte publicitario de Antena 3. ¿Habría sido descortés imitar un redoble de tambor?
    —… Tierra.
    —¡Oh, gracias a Dios! ¿Estamos en la Tierra?
    —Claro… ¿dónde vamos a estar? ¿En Marte?
    La mujer cruzó la carretera riéndose y fue arrollada por un segway pero, en vez de salir disparada hacia un lado, la anciana explotó como un globo de agua, si el agua fuera roja y tuviera pedazos de carne y órganos vitales.
    —¡¿QUÉ COÑO?! —grité yo.
    De repente una multitud salió corriendo hacia el lugar del accidente y se lanzó al suelo como si alguien hubiera tirado un billete de 500 euros. La gente empezó a pelearse y a comerse los restos de aquella pobre mujer, esparcidos por el asfalto, la acera, mi chaqueta y mi pelo.
    —Es horrible, ¿verdad? —dijo alguien a mi lado.
    Miré a la mujer alta, negra, de pelo rizado, vestida con un traje negro con camisa y corbata negra. Llevaba una bandolera tejana apoyada en la cadera izquierda, con la correa cruzada por el pecho y colgada del hombro derecho.
    —¡Sí, es horrible! ¿Cómo pueden comerse eso?
    —Lo sé, me revuelve el estómago —«¡Gracias!», pensé—, no cuesta nada coger un poco, meterlo en un tupper y llevártelo al trabajo. Yo lo caliento en el microondas de la oficina y está realmente delicioso. Un truco: échale unas gotitas de limón.
    La mujer sacó un tupper de cristal de la bandolera y una cuchara, y se acercó a la gente al grito de: «¡Eh, pedazo de egoístas, dejadme un poco!»
    —¿Dónde cojones estoy? —me pregunté en voz alta—, ¿y cómo se supone que voy a volver a casa?


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