

EL AGUA caía con violencia, como si las nubes estuvieran jugando a ver quién consigue abrirle la cabeza a alguien —en este juego la nube que acierte con una gota gorda en una calva gana la partida—. Las gotas repicaban sobre un paraguas negro, abierto, que salvaba a una mujer alta, delgada y vieja de acabar remojada como un garbanzo la noche antes de preparar un buen potaje. El suelo encharcado cubría las suelas de unas botas negras de caña alta. Los bajos de los pantalones de cuero negro se introducían en las botas y todo estaba resguardado por el bajo de un abrigo negro que colgaba a la altura de los gemelos.
—Has tardado mucho en llegar —dijo la mujer. Su voz sonaba antigua y afónica, como una vieja caja de música que se queda sin cuerda.
—Una sombra no llega nunca tarde, llega exactamente cuando se lo propone —respondió una voz a sus espaldas, la voz se parecía mucho a la de la mujer, solo que en este caso la cuerda de la caja de música estaba bajo mínimos.
—Esa frase no es tuya. ¿Qué has descubierto?
La mujer se giró y alzó un poco el paraguas para poder ver lo que tenía enfrente. Sus ojos grises, sin pupila, se posaron sobre una figura completamente negra que era igual de alta que ella. A decir verdad, aquella presencia parecía como si alguien hubiera copiado a la mujer y le hubiera echado un cubo de pintura negra por encima.
—Los orbes están en poder de la Orden.
—Me lo temía. ¿Cuántos son?
—Ahora mismo hay cincuenta soldados y unos tipos con túnica marrón y unos sables luminosos, parecen venidos de una galaxia muy muy lejana.
—Mierda, han traído refuerzos de otra historia.
—Eso me temo.
—¿Cuántos tipos son?
—He contado tres, uno de ellos no debería suponernos un problema.
—¿Por qué?
—Demasiado pequeño y viejo, es un monstruito de color verde, con orejones de punta y camina con un bastón.
—Estás equivocada, esos suelen ser los peores.
—¿Qué hacemos?
—No te preocupes, llamaré a tus hermanas. Según tus cálculos son cincuenta y tres, ¿no? Esto me va a llevar unos minutos.
La mujer cerró los ojos, empezó a hablar con un idioma que hacía que su voz sonara peligrosa y siseante y, al abrir los ojos, el gris había invadido todo el globo ocular. El aire se onduló cerca de ella y con un simple ¡fus! y un simple ¡sposh!, apareció una nueva figura negra. Bueno, no apareció, en realidad brotó de la mujer, como si hubiera estado adherida a ella y alguien la hubiera despegado como el papel blanco que protege la parte adhesiva de una pegatina. Hizo lo mismo una vez más, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra, y ot… ¿tengo que hacer esto cincuenta y tres veces? Te haces una idea. En la calle, frente a ella, tenía un ejército de sombras sólidas y en tres dimensiones.
—Escuchadme bien, hijas mías. Tenemos que recuperar los orbes, tenemos que derrotar a la Orden y a esos tres que se han traído de otro guión.
—Sí, madre.
—Sí, madre.
—Sí, madre.
—Sí, madre.
—Sí, madre.
—Sí, madre.
—Sí, madre.
En serio, mejor que no lo ponga cincuenta y tres veces.
—Entonces, hijas mías, id y destrozad a esos hijos de puta.
—Perdón, madre —dijo una de las figuras—. Creo que no es necesario usar un insulto tan ofensivo. Sus madres no tienen culpa.
—Es verdad —dijo otra.
—Sí, estoy de acuerdo.
—Yo también.
—¿Y cómo queréis que les llame? ¿Bastardos?
—Bueno… es que no tenemos datos, ¿sabe, madre? No sabemos si son bastardos, si sus madres son putas o no… ¿por qué no dejamos a las madres y padres a un lado?
—¿Qué sugieres?
—No sé, qué le parecería «facinerosos»?
—Sí, es verdad, madre, es un insulto precioso, se está perdiendo.
—Vale, como queráis. —La mujer se aclaró la garganta—. ¡Entonces, hijas mías, id y destrozad a esos facinerosos!
Las sombras salieron volando, pero antes de eso, una de ellas miró a otra y le enseñó el brazo, diciendo muy bajito: «mira, mira, la carne de gallina. Qué bonito insulto». ■
—Has tardado mucho en llegar —dijo la mujer. Su voz sonaba antigua y afónica, como una vieja caja de música que se queda sin cuerda.
—Una sombra no llega nunca tarde, llega exactamente cuando se lo propone —respondió una voz a sus espaldas, la voz se parecía mucho a la de la mujer, solo que en este caso la cuerda de la caja de música estaba bajo mínimos.
—Esa frase no es tuya. ¿Qué has descubierto?
La mujer se giró y alzó un poco el paraguas para poder ver lo que tenía enfrente. Sus ojos grises, sin pupila, se posaron sobre una figura completamente negra que era igual de alta que ella. A decir verdad, aquella presencia parecía como si alguien hubiera copiado a la mujer y le hubiera echado un cubo de pintura negra por encima.
—Los orbes están en poder de la Orden.
—Me lo temía. ¿Cuántos son?
—Ahora mismo hay cincuenta soldados y unos tipos con túnica marrón y unos sables luminosos, parecen venidos de una galaxia muy muy lejana.
—Mierda, han traído refuerzos de otra historia.
—Eso me temo.
—¿Cuántos tipos son?
—He contado tres, uno de ellos no debería suponernos un problema.
—¿Por qué?
—Demasiado pequeño y viejo, es un monstruito de color verde, con orejones de punta y camina con un bastón.
—Estás equivocada, esos suelen ser los peores.
—¿Qué hacemos?
—No te preocupes, llamaré a tus hermanas. Según tus cálculos son cincuenta y tres, ¿no? Esto me va a llevar unos minutos.
La mujer cerró los ojos, empezó a hablar con un idioma que hacía que su voz sonara peligrosa y siseante y, al abrir los ojos, el gris había invadido todo el globo ocular. El aire se onduló cerca de ella y con un simple ¡fus! y un simple ¡sposh!, apareció una nueva figura negra. Bueno, no apareció, en realidad brotó de la mujer, como si hubiera estado adherida a ella y alguien la hubiera despegado como el papel blanco que protege la parte adhesiva de una pegatina. Hizo lo mismo una vez más, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra, y ot… ¿tengo que hacer esto cincuenta y tres veces? Te haces una idea. En la calle, frente a ella, tenía un ejército de sombras sólidas y en tres dimensiones.
—Escuchadme bien, hijas mías. Tenemos que recuperar los orbes, tenemos que derrotar a la Orden y a esos tres que se han traído de otro guión.
—Sí, madre.
—Sí, madre.
—Sí, madre.
—Sí, madre.
—Sí, madre.
—Sí, madre.
—Sí, madre.
En serio, mejor que no lo ponga cincuenta y tres veces.
—Entonces, hijas mías, id y destrozad a esos hijos de puta.
—Perdón, madre —dijo una de las figuras—. Creo que no es necesario usar un insulto tan ofensivo. Sus madres no tienen culpa.
—Es verdad —dijo otra.
—Sí, estoy de acuerdo.
—Yo también.
—¿Y cómo queréis que les llame? ¿Bastardos?
—Bueno… es que no tenemos datos, ¿sabe, madre? No sabemos si son bastardos, si sus madres son putas o no… ¿por qué no dejamos a las madres y padres a un lado?
—¿Qué sugieres?
—No sé, qué le parecería «facinerosos»?
—Sí, es verdad, madre, es un insulto precioso, se está perdiendo.
—Vale, como queráis. —La mujer se aclaró la garganta—. ¡Entonces, hijas mías, id y destrozad a esos facinerosos!
Las sombras salieron volando, pero antes de eso, una de ellas miró a otra y le enseñó el brazo, diciendo muy bajito: «mira, mira, la carne de gallina. Qué bonito insulto». ■
Me recuerda una anécdota que me ocurrió anteayer. Visité, tras mucho tiempo, la biblioteca a la que solía ir el año pasado. Miré la sección de Español para extranjeros por una mezcla de interés profesional y curiosidad suscitada por una pregunta en Google maps. Y descubrí que tenían solo un par de métodos de Español, pero cuatro títulos distintos de diccionarios de insultos (uno era algo así como «insulte con conocimiento de causa»).