

LOS TRES encapuchados se detuvieron delante de la puerta y suspiraron. Fue un suspiro unísono pero con distintos tonos de voz y matices. El encapuchado número uno, por ejemplo, suspiró como el que recibe un WhatsApp de la persona que ama, el encapuchado número dos suspiró como el que recibe un WhatsApp de la persona que le acosa y el encapuchado número tres suspiró como el que piensa: «¿por qué nadie me escribe por WhatsApp?» Vestían cogullas de cabeza a suelo, metiendo cada mano en la ancha manga del brazo contrario.
—¿Qué hacemos? —preguntó el encapuchado número uno—, ¿entramos?
—Para eso hemos venido, ¿no? —respondió el encapuchado número dos.
—Yo he venido por presión de grupo —aclaró el encapuchado número tres.
El encapuchado número uno sacó la mano derecha del interior de la manga izquierda, sujetando una llave oxidada y vieja, la introdujo en la cerradura, igual de oxidada y vieja, y la giró, provocando que la puerta emitiera un chirrido oxidado y viejo. La hoja de madera se desencajó del marco y se introdujo en la habitación. Los tres encapuchados se miraron y luego suspiraron. Cruzaron la puerta y la dejaron muy abierta, por si tenían que salir cagando leches.
—Despierta —dijo el encapuchado número dos pateando un bulto que había en el suelo, tapado con una manta sucia, desgastada y apestosa.
—¡Te han dicho que despiertes! —repitió el encapuchado número uno propinándole otro puntapié al bulto.
—¡¿Estás sorda?! ¡Despierta! —gritó el encapuchado número tres dando la última patada.
El bulto del suelo gruñó y los tres encapuchados se apartaron de un salto. El bulto se dobló, formando una ele, y la manta cayó al suelo, dejando al descubierto la cabeza de una mujer. Tenía los ojos más azules que ningún encapuchado hubiera visto en su vida. No era un azul normal y corriente, era un azul que entonces solo se conseguía al aceptar los poderes del demonio —ahora bastaría un par de lentillas de colores—, no tenía nariz, en su lugar había una superficie completamente lisa, y su boca era grande, de labios color morado natural. La piel tenía un bonito color carmesí satinado y las orejas —las cuatro, dos en cada lado— eran alargadas y puntiagudas, las superiores apuntaban hacia el cielo, las inferiores hacia el suelo. Lucía en la cabeza una cresta larga y rígida, como si hubiera inventado el gel fijador con varios siglos de antelación, y el resto de la cabeza estaba perfectamente afeitada. Tenía el cuello largo, delgado, y vestía una camisa de algodón negro que parecía pertenecer a alguien el triple de grande.
—¿Qué queréis? —dijo ella con voz pastosa mientras bostezaba.
—Tenemos un trabajo para ti, Demonia —dijo el encapuchado número uno (a su favor hay que decir que la mujer se llamaba Demonia, incluso antes de aceptar los poderes de Satanás. No es que la estuviera insultando. La verdad es que si lo piensas, si le pones a tu hija «Demonia», no puedes esperar gran cosa de su futuro).
—¿Un trabajo? —preguntó Demonia despertándose de golpe—. ¿Pretendéis que trabaje para vosotros tres?
—No te queda otra.
—Debéis estar soñando.
—Si nos ayudas, —tomó la palabra el encapuchado número dos—, quedarás libre. La Santa Orden borrará tu historial.
—¿Mi nombre quedará limpio?
—En cuanto a las leyes sagradas sí, pero la gente no olvida, Demonia. Has matado a gente, le has clavado estacas y otras cosas en cavidades que la Santa Orden no puede mencionar sin arder en las llamas del infierno, le has arrancado los ojos a varias personas y te los has comido, según tú para ganar agudeza visual. Has entrado en el dormitorio de varios niños por la noche y les has dejado un saco de oro.
—En realidad eso es algo que agradecieron —dijo el encapuchado número tres.
—Has yacido con cabras, caballos, cerdos y conejos.
—¡Eso no es cierto! —intervino Demonia muy indignada—. Los conejos no son mi tipo.
—La Santa Orden no te perseguirá por esos crímenes, pero el pueblo no olvida.
—A mí el pueblo me da igual. Lo que no quiero es tener a vuestros hermanos pegados a mi culo. Así no hay quien sacrifique vírgenes.
—Ayúdanos y no habrá persecuciones.
Hubo un momento de silencio. Demonia se puso de pie, dejó caer la manta al suelo y se quedó en medio de la celda. La camisa le llegaba por debajo de las rodillas, dejando las pantorrillas, los tobillos y los pies al descubierto. Los tres encapuchados miraron su piel carmesí y se quedaron muy callados. Una pantorrilla en aquella época equivalía a una revista Playboy especialmente picante.
—Está bien, acepto —dijo por fin Demonia haciendo que los tres encapuchados la miraran a la cara de golpe—. ¿Qué tengo que hacer?
—Tienes que buscar la llave dorada.
—La llave dorada.
—Así es. La llevaba el encapuchado número dieciséis y desapareció con ella. Es de vital importancia que regrese con la Sagrada Orden.
—Entiendo. ¿Dónde tengo que buscar?
—Prueba en el pantano del Silencio, en las montañas del Soplido en la oreja, en el bosque del Aliento de ajo y en la ciudad perdida de Tírame del dedo.
—Esas zonas son peligrosas. Hay gente que ha perdido la razón en ellas.
—La recompensa está a la altura del riesgo que correrás.
—Acepto. Solo tengo una pregunta más.
—Di.
—¿Qué abre esa llave dorada?
Los tres encapuchados se miraron, suspiraron y dijeron al unísono:
—La puerta dorada.
—¿Y qué hay tras esa puerta dorada?
Los tres encapuchados se miraron, suspiraron y dijeron al unísono:
—El lavabo dorado.
—¿El lavabo dorado?
—Así es —dijo el encapuchado número uno—. Desde que el encapuchado número dieciséis se llevó la llave tenemos que hacer nuestras necesidades a la intemperie. En verano es hasta agradable, pero en invierno es terrible. Necesitamos poder entrar al lavabo dorado.
—¿Va en serio?
—Nunca mentiríamos en cuestiones tan serias.
Demonia miró a los tres encapuchados con una ceja levantada. Pensaba que aquella llave abriría la puerta del inframundo, la caja de Pandora o incluso el baúl de los recuerdos uh-uh. Suspiró y aceptó la misión. En realidad daba igual lo que abriera aquella llave, lo único que le importaba era que conseguiría abrirle la puerta de la libertad (y si después de la misión tenía que hacer de vientre, también la del lavabo). ■
—¿Qué hacemos? —preguntó el encapuchado número uno—, ¿entramos?
—Para eso hemos venido, ¿no? —respondió el encapuchado número dos.
—Yo he venido por presión de grupo —aclaró el encapuchado número tres.
El encapuchado número uno sacó la mano derecha del interior de la manga izquierda, sujetando una llave oxidada y vieja, la introdujo en la cerradura, igual de oxidada y vieja, y la giró, provocando que la puerta emitiera un chirrido oxidado y viejo. La hoja de madera se desencajó del marco y se introdujo en la habitación. Los tres encapuchados se miraron y luego suspiraron. Cruzaron la puerta y la dejaron muy abierta, por si tenían que salir cagando leches.
—Despierta —dijo el encapuchado número dos pateando un bulto que había en el suelo, tapado con una manta sucia, desgastada y apestosa.
—¡Te han dicho que despiertes! —repitió el encapuchado número uno propinándole otro puntapié al bulto.
—¡¿Estás sorda?! ¡Despierta! —gritó el encapuchado número tres dando la última patada.
El bulto del suelo gruñó y los tres encapuchados se apartaron de un salto. El bulto se dobló, formando una ele, y la manta cayó al suelo, dejando al descubierto la cabeza de una mujer. Tenía los ojos más azules que ningún encapuchado hubiera visto en su vida. No era un azul normal y corriente, era un azul que entonces solo se conseguía al aceptar los poderes del demonio —ahora bastaría un par de lentillas de colores—, no tenía nariz, en su lugar había una superficie completamente lisa, y su boca era grande, de labios color morado natural. La piel tenía un bonito color carmesí satinado y las orejas —las cuatro, dos en cada lado— eran alargadas y puntiagudas, las superiores apuntaban hacia el cielo, las inferiores hacia el suelo. Lucía en la cabeza una cresta larga y rígida, como si hubiera inventado el gel fijador con varios siglos de antelación, y el resto de la cabeza estaba perfectamente afeitada. Tenía el cuello largo, delgado, y vestía una camisa de algodón negro que parecía pertenecer a alguien el triple de grande.
—¿Qué queréis? —dijo ella con voz pastosa mientras bostezaba.
—Tenemos un trabajo para ti, Demonia —dijo el encapuchado número uno (a su favor hay que decir que la mujer se llamaba Demonia, incluso antes de aceptar los poderes de Satanás. No es que la estuviera insultando. La verdad es que si lo piensas, si le pones a tu hija «Demonia», no puedes esperar gran cosa de su futuro).
—¿Un trabajo? —preguntó Demonia despertándose de golpe—. ¿Pretendéis que trabaje para vosotros tres?
—No te queda otra.
—Debéis estar soñando.
—Si nos ayudas, —tomó la palabra el encapuchado número dos—, quedarás libre. La Santa Orden borrará tu historial.
—¿Mi nombre quedará limpio?
—En cuanto a las leyes sagradas sí, pero la gente no olvida, Demonia. Has matado a gente, le has clavado estacas y otras cosas en cavidades que la Santa Orden no puede mencionar sin arder en las llamas del infierno, le has arrancado los ojos a varias personas y te los has comido, según tú para ganar agudeza visual. Has entrado en el dormitorio de varios niños por la noche y les has dejado un saco de oro.
—En realidad eso es algo que agradecieron —dijo el encapuchado número tres.
—Has yacido con cabras, caballos, cerdos y conejos.
—¡Eso no es cierto! —intervino Demonia muy indignada—. Los conejos no son mi tipo.
—La Santa Orden no te perseguirá por esos crímenes, pero el pueblo no olvida.
—A mí el pueblo me da igual. Lo que no quiero es tener a vuestros hermanos pegados a mi culo. Así no hay quien sacrifique vírgenes.
—Ayúdanos y no habrá persecuciones.
Hubo un momento de silencio. Demonia se puso de pie, dejó caer la manta al suelo y se quedó en medio de la celda. La camisa le llegaba por debajo de las rodillas, dejando las pantorrillas, los tobillos y los pies al descubierto. Los tres encapuchados miraron su piel carmesí y se quedaron muy callados. Una pantorrilla en aquella época equivalía a una revista Playboy especialmente picante.
—Está bien, acepto —dijo por fin Demonia haciendo que los tres encapuchados la miraran a la cara de golpe—. ¿Qué tengo que hacer?
—Tienes que buscar la llave dorada.
—La llave dorada.
—Así es. La llevaba el encapuchado número dieciséis y desapareció con ella. Es de vital importancia que regrese con la Sagrada Orden.
—Entiendo. ¿Dónde tengo que buscar?
—Prueba en el pantano del Silencio, en las montañas del Soplido en la oreja, en el bosque del Aliento de ajo y en la ciudad perdida de Tírame del dedo.
—Esas zonas son peligrosas. Hay gente que ha perdido la razón en ellas.
—La recompensa está a la altura del riesgo que correrás.
—Acepto. Solo tengo una pregunta más.
—Di.
—¿Qué abre esa llave dorada?
Los tres encapuchados se miraron, suspiraron y dijeron al unísono:
—La puerta dorada.
—¿Y qué hay tras esa puerta dorada?
Los tres encapuchados se miraron, suspiraron y dijeron al unísono:
—El lavabo dorado.
—¿El lavabo dorado?
—Así es —dijo el encapuchado número uno—. Desde que el encapuchado número dieciséis se llevó la llave tenemos que hacer nuestras necesidades a la intemperie. En verano es hasta agradable, pero en invierno es terrible. Necesitamos poder entrar al lavabo dorado.
—¿Va en serio?
—Nunca mentiríamos en cuestiones tan serias.
Demonia miró a los tres encapuchados con una ceja levantada. Pensaba que aquella llave abriría la puerta del inframundo, la caja de Pandora o incluso el baúl de los recuerdos uh-uh. Suspiró y aceptó la misión. En realidad daba igual lo que abriera aquella llave, lo único que le importaba era que conseguiría abrirle la puerta de la libertad (y si después de la misión tenía que hacer de vientre, también la del lavabo). ■
Ya tiene que ser bueno ese lavabo dorado para que merezca liberar a tal demonia.
Esos lugares infernales me recuerdan al infierno descrito en «Condenada» de Chuck Palahniuk, lo cual me ha gustado.
Espero que podamos disfrutar de algún capítulo más y seguir las andanzas de éste personaje tan chuliguay.