

La hermana Loreto se sentó y miró asqueada a las dos adolescentes que sollozaban arrodilladas en el suelo. La mujer mantenía la cabeza muy erguida y las observaba a través de los cristales de media luna de sus gafas. Tenía el pelo muy repeinado, sujeto en un moño tan prieto que parecía que en cualquier momento pudiera reventar como una bomba de pelo y la suficiente laca como para cargarse toda la capa de ozono ella sola. Se cruzó de piernas, ocultas ambas por una falda larga de cuadros, y posó la pesada Biblia manchada de sangre sobre la rodilla que formaba una montaña en la falda. Suspiró y negó con la cabeza.
—Qué voy a hacer con ustedes dos.
No fue una pregunta, o al menos no una de esas preguntas que buscan ser respondidas.
—¿Saben lo que han hecho? —suspiró de nuevo, apretó los labios, formando pequeñas arrugas alrededor que parecían cosérselos—. ¿Señorita Fuensanta?
La señorita Fuensanta dio un respingo en cuanto escuchó su apellido, como si las letras que lo componían fueran en realidad latigazos que la hermana Loreto le propinara en la espalda.
—¿Sabe usted lo que han hecho?
—S… sí… s-s-sí.
—¿Sí, qué más, señorita Fuensanta?
—S… sí… s-s-sí, her… he-her… hermana Lo-Lo-Lo… Loreto.
—¿Qué han hecho, señorita Fuensanta?
—He… He… Hemos s… sa… sa… hemos sal-lido del edifi… edificio.
—¿Hemos salido del edificio qué más?
—He… hemos… hemos sa-salido del edificio, her-he-hermana Lo-Lo… Loreto, hermana Loreto.
—Han salido del edificio. ¿Tienen permitido salir del edificio, señorita Fuensanta?
—No, he-hermana Loreto.
—No… pero aún así han salido. ¿Saben ustedes que por su desobediencia el padre Villar me ha dejado sin postre?
—Lo… lo… lo sentimos, hermana Loreto.
—¡SENTIRLO NO ME VA A DEVOLVER MI POSTRE! —La cara de la hermana Loreto se enrojeció, las venas de su cuello y de su frente se marcaron peligrosamente y sus ojos se inyectaron en sangre. Un hilo de saliva pendió del incisivo superior y se comunicó directamente con el incisivo inferior—. ¡NO VA A HACER QUE PUEDA COMÉRMELO!
—¡Por favor, no nos haga daño! —gritó entre sollozos la señorita Fuensanta—. ¡Solo queremos volver con nuestros padres!
—¡NO VUELVA A DECIR ESO, SEÑORITA FUENSANTA! —La hermana Loreto se puso en pie, cogió la Biblia con fuerza y golpeó a la adolescente en la cara, como si el libro fuera una raqueta y la cabeza de la señorita Fuensanta la pelota amarilla. La cría quedó tendida en el suelo—. ¡Estamos hartos de su comportamiento, señoritas! ¡Las estamos cuidando, las estamos alimentando y educando y así nos lo pagan! —La señorita Fuensanta se incorporó en el suelo, con la boca sangrando y un diente menos. La mujer aprovechó para volver a golpearla. Un revés bíblico, de esos que hacen a una ganar un partido de tenis—. ¡Huyendo! ¡Saliendo de esta santa casa para… para… para ir con cualquiera! ¡Para probar los pecados de la carne! ¡Para drogarse como… como… como cochinas rameras!
—¡Déjela, por Dios, la va a matar, puta loca! —dijo otra adolescente.
—¡NO BLASFEME, SEÑORITA BRUC!
La hermana Loreto se acercó a la adolescente, la cogió de los pelos y la arrastró hasta el centro de la sala.
—No se atreva a blasfemar después de dejarme sin postre. —La hermana Loreto, roja de rabia, un poco despeinada por el esfuerzo de ganar el primer set de aquel partido, echó a llorar y a reír a la vez. Sus ojos lloraban, su boca, su pecho y todo su ser reía a carcajadas—. ¡MI POSTRE! ¡HE PERDIDO MI POSTRE POR DOS MOCOSAS DESAGRADECIDAS! —La mujer miró hacia arriba, hacia el techo, o quizá más allá del techo, más allá del primer piso que se extendía sobre sus cabezas, y del segundo y del tercero, más allá de la azotea y más allá del mismísimo cielo—. ¡¿Qué hago, Señor?! ¡Dígame qué hago con estas pecadoras que me han dejado sin postre! ¿Cómo dice, Señor? —La hermana Loreto volvió a reírse, pero esta vez lo hacía toda ella, ojos incluidos—. ¿Está seguro? Déjeme a mí. Me aseguraré de que estas dos pecadoras aprendan su palabra, aunque tenga que hacérsela entrar a golpes.
La mujer se giró hacia la señorita Bruc, con una sonrisa que daba más miedo que un coche sin frenos cuesta abajo en una calle que, por alguna razón que ningún arquitecto sabría explicar con claridad, da a parar a una guardería repleta de pequeños jugando en el recreo.
—El Señor ha hablado a través de mí, y yo soy la mano ejecutora de su voluntad.
—¡NO NOS MATE, POR FAVOR! ¡SOLO QUEREMOS VOLVER CON NUESTROS PADRES!
—Es tarde, señorita Bruc, me he quedado sin postre, ustedes se quedarán sin vida.
—¡Es un puto postre! ¡Déjenos vivir! ¡Es un postre! ¡Un estúpido postre!
—¡NO ERA UN ESTÚPIDO POSTRE, ERA UN FLAN! ¡EL ÚLTIMO FLAN! ¡LO GUARDABA PARA MÍ! ¡Y POR ESCAPARSE Y HACER QUE VAYA EN SU BÚSQUEDA, ALGUIEN APROVECHÓ EL DESCUIDO Y SE LO COMIÓ! ¡POR SU CULPA!
Y aquellas palabras absurdas que harían ir a terapia a cualquier psiquiatra que las escuchara, fueron las últimas que las dos adolescentes escucharon. ¿Que qué pasó con la hermana Loreto? Más tarde descubriría que el último flan seguía en la nevera, se había quedado escondido justo detrás de las latas de cerveza. Había cometido un error, sí, pero rezó un Padre nuestro y se quedó tan pichi. Errar es de sabios, ¿no? Pues ahora la hermana Loreto había ganado como mil puntos de conocimiento. ■
—Qué voy a hacer con ustedes dos.
No fue una pregunta, o al menos no una de esas preguntas que buscan ser respondidas.
—¿Saben lo que han hecho? —suspiró de nuevo, apretó los labios, formando pequeñas arrugas alrededor que parecían cosérselos—. ¿Señorita Fuensanta?
La señorita Fuensanta dio un respingo en cuanto escuchó su apellido, como si las letras que lo componían fueran en realidad latigazos que la hermana Loreto le propinara en la espalda.
—¿Sabe usted lo que han hecho?
—S… sí… s-s-sí.
—¿Sí, qué más, señorita Fuensanta?
—S… sí… s-s-sí, her… he-her… hermana Lo-Lo-Lo… Loreto.
—¿Qué han hecho, señorita Fuensanta?
—He… He… Hemos s… sa… sa… hemos sal-lido del edifi… edificio.
—¿Hemos salido del edificio qué más?
—He… hemos… hemos sa-salido del edificio, her-he-hermana Lo-Lo… Loreto, hermana Loreto.
—Han salido del edificio. ¿Tienen permitido salir del edificio, señorita Fuensanta?
—No, he-hermana Loreto.
—No… pero aún así han salido. ¿Saben ustedes que por su desobediencia el padre Villar me ha dejado sin postre?
—Lo… lo… lo sentimos, hermana Loreto.
—¡SENTIRLO NO ME VA A DEVOLVER MI POSTRE! —La cara de la hermana Loreto se enrojeció, las venas de su cuello y de su frente se marcaron peligrosamente y sus ojos se inyectaron en sangre. Un hilo de saliva pendió del incisivo superior y se comunicó directamente con el incisivo inferior—. ¡NO VA A HACER QUE PUEDA COMÉRMELO!
—¡Por favor, no nos haga daño! —gritó entre sollozos la señorita Fuensanta—. ¡Solo queremos volver con nuestros padres!
—¡NO VUELVA A DECIR ESO, SEÑORITA FUENSANTA! —La hermana Loreto se puso en pie, cogió la Biblia con fuerza y golpeó a la adolescente en la cara, como si el libro fuera una raqueta y la cabeza de la señorita Fuensanta la pelota amarilla. La cría quedó tendida en el suelo—. ¡Estamos hartos de su comportamiento, señoritas! ¡Las estamos cuidando, las estamos alimentando y educando y así nos lo pagan! —La señorita Fuensanta se incorporó en el suelo, con la boca sangrando y un diente menos. La mujer aprovechó para volver a golpearla. Un revés bíblico, de esos que hacen a una ganar un partido de tenis—. ¡Huyendo! ¡Saliendo de esta santa casa para… para… para ir con cualquiera! ¡Para probar los pecados de la carne! ¡Para drogarse como… como… como cochinas rameras!
—¡Déjela, por Dios, la va a matar, puta loca! —dijo otra adolescente.
—¡NO BLASFEME, SEÑORITA BRUC!
La hermana Loreto se acercó a la adolescente, la cogió de los pelos y la arrastró hasta el centro de la sala.
—No se atreva a blasfemar después de dejarme sin postre. —La hermana Loreto, roja de rabia, un poco despeinada por el esfuerzo de ganar el primer set de aquel partido, echó a llorar y a reír a la vez. Sus ojos lloraban, su boca, su pecho y todo su ser reía a carcajadas—. ¡MI POSTRE! ¡HE PERDIDO MI POSTRE POR DOS MOCOSAS DESAGRADECIDAS! —La mujer miró hacia arriba, hacia el techo, o quizá más allá del techo, más allá del primer piso que se extendía sobre sus cabezas, y del segundo y del tercero, más allá de la azotea y más allá del mismísimo cielo—. ¡¿Qué hago, Señor?! ¡Dígame qué hago con estas pecadoras que me han dejado sin postre! ¿Cómo dice, Señor? —La hermana Loreto volvió a reírse, pero esta vez lo hacía toda ella, ojos incluidos—. ¿Está seguro? Déjeme a mí. Me aseguraré de que estas dos pecadoras aprendan su palabra, aunque tenga que hacérsela entrar a golpes.
La mujer se giró hacia la señorita Bruc, con una sonrisa que daba más miedo que un coche sin frenos cuesta abajo en una calle que, por alguna razón que ningún arquitecto sabría explicar con claridad, da a parar a una guardería repleta de pequeños jugando en el recreo.
—El Señor ha hablado a través de mí, y yo soy la mano ejecutora de su voluntad.
—¡NO NOS MATE, POR FAVOR! ¡SOLO QUEREMOS VOLVER CON NUESTROS PADRES!
—Es tarde, señorita Bruc, me he quedado sin postre, ustedes se quedarán sin vida.
—¡Es un puto postre! ¡Déjenos vivir! ¡Es un postre! ¡Un estúpido postre!
—¡NO ERA UN ESTÚPIDO POSTRE, ERA UN FLAN! ¡EL ÚLTIMO FLAN! ¡LO GUARDABA PARA MÍ! ¡Y POR ESCAPARSE Y HACER QUE VAYA EN SU BÚSQUEDA, ALGUIEN APROVECHÓ EL DESCUIDO Y SE LO COMIÓ! ¡POR SU CULPA!
Y aquellas palabras absurdas que harían ir a terapia a cualquier psiquiatra que las escuchara, fueron las últimas que las dos adolescentes escucharon. ¿Que qué pasó con la hermana Loreto? Más tarde descubriría que el último flan seguía en la nevera, se había quedado escondido justo detrás de las latas de cerveza. Había cometido un error, sí, pero rezó un Padre nuestro y se quedó tan pichi. Errar es de sabios, ¿no? Pues ahora la hermana Loreto había ganado como mil puntos de conocimiento. ■
Hija de Perra!!
Me ha molado mucho. Pobres alumnas…