

La mujer, esposada, con los codos apoyados en la mesa de aluminio, se llevó un cigarro a los labios. Intentó encender el mechero varias veces, pero le temblaban tanto las manos que sus dedos no atinaban. Unas manos suaves, firmes que salían de una sudadera negra, le cogieron el mechero y lo encendieron. La esposada acercó el cigarro, sujeto por su boca, a la pequeña llama, dio una calada y la cabeza del cigarro se prendió y el papel blanco se consumió, convirtiéndose en ceniza.
—Gracias, agente —dijo tras aspirar el humo, mantenerlo un segundo en su organismo y luego soltarlo con un soplido tembloroso.
Tenía el pelo rizado, muy bufado y despeinado. Sus ojos castaños estaban rodeados por el eyeliner corrido por las lágrimas. Eran unos ojos grandes. Tenía la nariz fina, con un aro de plata en una de las aletas y sus labios, carnosos, envolvían ahora el dedo pulgar, encubriendo a los dientes que daban buena cuenta de la uña pintada de negro.
—De nada, señorita Norton —dijo la mujer que le había encendido el mechero. Lo dejó encima de la mesa, con mucho cuidado, y se acomodó en su silla. Era joven, tenía el pelo corto, media melena y unos ojos azules que penetraban como cuchillas en los de la detenida. Su nariz era respingona, sus labios finos y tenía los incisivos muy pronunciados. No era un rasgo que le restara belleza, más bien lo contrario—. Ahora necesito que me lo repita todo.
—¡Todo! ¡Ya se lo he contado dos veces!
—Lo sé, señorita Norton, pero los lectores de este relato acaban de llegar.
—Putos lectores…
—Señorita Norton, por favor, no queremos que dejen de leernos.
Hubo un silencio durante el cuál la detenida dio una larga calada a su cigarro.
—Señorita Norton…
—¡Está bien! Pero le aviso de una cosa, agente, si esos idiotas que nos están leyendo se distraen, que se jodan. Yo no pienso repetir esta mierda.
—Me parece bien. Seguro que están atentos. ¿Verdad? ¿Lo ve? Continúe.
—Bueno, en ese caso… fue hacia las doce de la noche.
—¿Qué hacía a esa hora?
—Si no me interrumpe se lo contaré —la señorita Norton suspiró y esperó hasta que estuvo segura de que la agente lo había captado—. Volvía a casa. Había salido con unas amigas, era la despedida de soltera de una de ellas. Michelle, una buena chica, votó a Trump, pero la queremos igual. Yo había bebido un poco. No estaba borracha, solo achispada, así que me acuerdo de todo. Estaba mareada. ¿Sabe esa sensación que hace que parezca que el suelo está más lejos de lo normal? Como si de repente una midiera cuatro metros o caminara subida a uno de esos zancos de circo. Cuando llegaba a mi portal escuché un ruido. Ahora sé que era el sonido de algo crujiendo en la boca de alguien. De hecho ahora sé que eran los granos de café.
—Los granos de café…
—¡Sí, coño, los putos granos de café! Me giré y ahí estaba esa… esa… bueno… diría esa cosa, pero es que no era una «cosa», en realidad era… era… ¿yo? ¡Me estoy volviendo loca!
—Siga contando, señorita Norton.
—Era yo, al principio no me di cuenta, estaba escondida entre las sombras, pero me… se… ¡se acercó a la luz del farol y allí estaba… yo! Fue extraño por muchos motivos, pero uno de ellos fue que no me reconocí inmediatamente. ¿Sabe esas películas en las que el protagonista se encuentra con un clon o un doble e inmediatamente sabe que es él? No fue así, mi cerebro no llegó a esa conclusión, ¿sabe? Es como cuando te vas de viaje a un país extranjero y te encuentras con tu vecina del quinto. Da igual que la hayas visto durante años, cada día, simplemente no la ubicas porque tu cabeza la hace en tu país, en tu vecindario y no paseando por París con una camiseta en la que pone: Je t’❤ Paris.
—Señorita Norton, está usted divagando.
—¡Joder que si lo estoy haciendo! Da igual, calle y seguiré. Tengo derecho a divagar, ¡me he topado conmigo misma! El caso es que mi cerebro cayó en la cuenta de que aquella cara era mi cara, pero no del todo. No tenía ojos, no los tenía, solo dos cuencas negras y su sonrisa no se parecía a la mía: era muy amplia, demasiado y tenía toda la dentadura formada por colmillos. Llevaba la misma ropa que yo: una cazadora tejana negra, una camiseta de los Sex Pistols y un vaquero roto por las rodillas. También llevaba una bolsa de plástico transparente llena de granos de café. Como cuando éramos pequeñas e íbamos a comprar pipas a granel. Los cogía con dos dedos, de uno en uno y se los lanzaba a la boca. Los mascaba, los hacía crujir con sus dientes horribles. Me dan arcadas solo de imaginarlo. ¿Ha visto usted a alguien mascar granos de café, agente?
—No, pero no me parece…
—Exacto, no lo ha visto. Yo tampoco. Entonces esa… esa… esa yo, habló. Me habló. ¡Me hablé!
—¿Y qué se di…? Perdón… ¿qué dijo?
—Me dijo que tenía que hacer que me detuvieran. Conseguir ser detenida. Mierda, me he acabado el pitillo. ¿Me puede encender otro?
—Claro. —La agente le puso un cigarro en la boca, luego prendió el mechero y se lo acercó—. ¿Por qué tenía que conseguir ser detenida, señorita Norton?
—Pues porque me asignó una misión. Por eso.
—Una misión…
—Así es, me dijo que la matara.
—¿A quién tenía que matar, señorita Norton?
—¡A usted!
La mujer esposada cogió el cigarro de su boca, saltó por encima de la mesa de aluminio, sorprendiendo a la agente, la lanzó al suelo, se puso encima suyo y le apagó el cigarro en un ojo. Sonó un siseo desagradable, adherido a un grito de dolor terrible. La detenida llevó las manos a la cadera de la agente, cogió la pistola enfundada en la cartuchera, le quitó el seguro, la martilleó y disparó a bocajarro cuatro veces en la frente de la agente.
La mujer esposada se levantó, sonriendo y se miró en el espejo falso que había en la pared y que conectaba la sala de interrogatorios con la de observación. La puerta de la sala se abrió y entraron cuatro agentes corriendo. Antes de que la embistieran miró su reflejo, sin ojos, con una boca amplia, llena de colmillos que se abría cada vez que la mano lanzaba un grano de café dentro. ■
—Gracias, agente —dijo tras aspirar el humo, mantenerlo un segundo en su organismo y luego soltarlo con un soplido tembloroso.
Tenía el pelo rizado, muy bufado y despeinado. Sus ojos castaños estaban rodeados por el eyeliner corrido por las lágrimas. Eran unos ojos grandes. Tenía la nariz fina, con un aro de plata en una de las aletas y sus labios, carnosos, envolvían ahora el dedo pulgar, encubriendo a los dientes que daban buena cuenta de la uña pintada de negro.
—De nada, señorita Norton —dijo la mujer que le había encendido el mechero. Lo dejó encima de la mesa, con mucho cuidado, y se acomodó en su silla. Era joven, tenía el pelo corto, media melena y unos ojos azules que penetraban como cuchillas en los de la detenida. Su nariz era respingona, sus labios finos y tenía los incisivos muy pronunciados. No era un rasgo que le restara belleza, más bien lo contrario—. Ahora necesito que me lo repita todo.
—¡Todo! ¡Ya se lo he contado dos veces!
—Lo sé, señorita Norton, pero los lectores de este relato acaban de llegar.
—Putos lectores…
—Señorita Norton, por favor, no queremos que dejen de leernos.
Hubo un silencio durante el cuál la detenida dio una larga calada a su cigarro.
—Señorita Norton…
—¡Está bien! Pero le aviso de una cosa, agente, si esos idiotas que nos están leyendo se distraen, que se jodan. Yo no pienso repetir esta mierda.
—Me parece bien. Seguro que están atentos. ¿Verdad? ¿Lo ve? Continúe.
—Bueno, en ese caso… fue hacia las doce de la noche.
—¿Qué hacía a esa hora?
—Si no me interrumpe se lo contaré —la señorita Norton suspiró y esperó hasta que estuvo segura de que la agente lo había captado—. Volvía a casa. Había salido con unas amigas, era la despedida de soltera de una de ellas. Michelle, una buena chica, votó a Trump, pero la queremos igual. Yo había bebido un poco. No estaba borracha, solo achispada, así que me acuerdo de todo. Estaba mareada. ¿Sabe esa sensación que hace que parezca que el suelo está más lejos de lo normal? Como si de repente una midiera cuatro metros o caminara subida a uno de esos zancos de circo. Cuando llegaba a mi portal escuché un ruido. Ahora sé que era el sonido de algo crujiendo en la boca de alguien. De hecho ahora sé que eran los granos de café.
—Los granos de café…
—¡Sí, coño, los putos granos de café! Me giré y ahí estaba esa… esa… bueno… diría esa cosa, pero es que no era una «cosa», en realidad era… era… ¿yo? ¡Me estoy volviendo loca!
—Siga contando, señorita Norton.
—Era yo, al principio no me di cuenta, estaba escondida entre las sombras, pero me… se… ¡se acercó a la luz del farol y allí estaba… yo! Fue extraño por muchos motivos, pero uno de ellos fue que no me reconocí inmediatamente. ¿Sabe esas películas en las que el protagonista se encuentra con un clon o un doble e inmediatamente sabe que es él? No fue así, mi cerebro no llegó a esa conclusión, ¿sabe? Es como cuando te vas de viaje a un país extranjero y te encuentras con tu vecina del quinto. Da igual que la hayas visto durante años, cada día, simplemente no la ubicas porque tu cabeza la hace en tu país, en tu vecindario y no paseando por París con una camiseta en la que pone: Je t’❤ Paris.
—Señorita Norton, está usted divagando.
—¡Joder que si lo estoy haciendo! Da igual, calle y seguiré. Tengo derecho a divagar, ¡me he topado conmigo misma! El caso es que mi cerebro cayó en la cuenta de que aquella cara era mi cara, pero no del todo. No tenía ojos, no los tenía, solo dos cuencas negras y su sonrisa no se parecía a la mía: era muy amplia, demasiado y tenía toda la dentadura formada por colmillos. Llevaba la misma ropa que yo: una cazadora tejana negra, una camiseta de los Sex Pistols y un vaquero roto por las rodillas. También llevaba una bolsa de plástico transparente llena de granos de café. Como cuando éramos pequeñas e íbamos a comprar pipas a granel. Los cogía con dos dedos, de uno en uno y se los lanzaba a la boca. Los mascaba, los hacía crujir con sus dientes horribles. Me dan arcadas solo de imaginarlo. ¿Ha visto usted a alguien mascar granos de café, agente?
—No, pero no me parece…
—Exacto, no lo ha visto. Yo tampoco. Entonces esa… esa… esa yo, habló. Me habló. ¡Me hablé!
—¿Y qué se di…? Perdón… ¿qué dijo?
—Me dijo que tenía que hacer que me detuvieran. Conseguir ser detenida. Mierda, me he acabado el pitillo. ¿Me puede encender otro?
—Claro. —La agente le puso un cigarro en la boca, luego prendió el mechero y se lo acercó—. ¿Por qué tenía que conseguir ser detenida, señorita Norton?
—Pues porque me asignó una misión. Por eso.
—Una misión…
—Así es, me dijo que la matara.
—¿A quién tenía que matar, señorita Norton?
—¡A usted!
La mujer esposada cogió el cigarro de su boca, saltó por encima de la mesa de aluminio, sorprendiendo a la agente, la lanzó al suelo, se puso encima suyo y le apagó el cigarro en un ojo. Sonó un siseo desagradable, adherido a un grito de dolor terrible. La detenida llevó las manos a la cadera de la agente, cogió la pistola enfundada en la cartuchera, le quitó el seguro, la martilleó y disparó a bocajarro cuatro veces en la frente de la agente.
La mujer esposada se levantó, sonriendo y se miró en el espejo falso que había en la pared y que conectaba la sala de interrogatorios con la de observación. La puerta de la sala se abrió y entraron cuatro agentes corriendo. Antes de que la embistieran miró su reflejo, sin ojos, con una boca amplia, llena de colmillos que se abría cada vez que la mano lanzaba un grano de café dentro. ■
¡Maldito seas! Ahora no me quito a esa mujer sin ojos de la cabeza y ese olor a café que llega, me aterra…
Muy bueno. Thanks for compartir