

Esta es la historia de cómo los hombres y mujeres lobo llegaron a la Tierra. Fue hace unos cien años, cuando yo era una cría con la inocencia del que no ha visto a nadie morir por desprendimiento de cabeza. Es curioso como te cambia la vida ver algo así. No es una cosa para la que te preparen en el colegio o en casa. Tus padres no se sientan a hablar contigo y contarte que es posible arrancarle a alguien la cabeza del torso como si fuera la punta de una barra de pan recién horneada. Pero hay tantas cosas que han cambiado desde que esas cosas llegaron en su nave…
Recuerdo la luz blanca sobre el maizal de mis padres, recuerdo asomarme a mi ventana, iluminada como si el sol se hubiera caído del cielo, recuerdo la cosa esa flotando en el firmamento, y luego recuerdo lo que salió del campo de maíz y se aproximó a mi casa.
Si conseguí escapar fue solo porque mis padres no lo lograron. Los seres entraron en casa, subieron hasta el piso en el que estaban los dormitorios y nos atacaron. Primero fueron a por mí. No podré olvidar nunca la figura en el umbral de mi dormitorio, iluminada por la luz de la nave. Era alto, con cuerpo humano, excepto porque tenía la cabeza de un lobo, con orejas muy puntiagudas y dientes muy afilados y brillantes. De su hocico caía saliva, que quemaba el suelo allá donde salpicaba. Vestía unas ropas plateadas, y sus brazos, peludos, terminaban en unas manos cuyos dedos largos y terminados en uñas como cuchillas, estaban unidos por membranas finas.
—¡Deja a mi hija! —gritó la voz de mi padre tras el monstruo.
Vi como le atacaba por la espalda con un bate de béisbol de aluminio que mi padre guardaba tras la puerta de su dormitorio por si alguien entraba en casa para robar.
El bicho se giró, cogió a mi padre del cuello con una mano, lo levantó del suelo, cogió su cabeza por los largos pelos rizados y tiró con fuerza hasta que mi padre se dividió en dos.
—¡Richaaaaaaaaaaaard! —gritó mi madre antes de disparar la escopeta que mi padre guardaba en el altillo del armario por si alguien entraba en casa para hacernos daño.
El monstruo que asesinó a mi padre salió volando al recibir el impacto de los cartuchos. Su pecho se abrió, mostrando unos órganos que ningún forense terrícola podría identificar. Algunos de esos órganos se esparcieron por el suelo, que se quemó hasta agujerearse y mostrar el piso inferior, donde habían más bestias como esa.
—¡Sophie, corre! —gritó mi madre mirando hacia la escalera que conectaba con el piso de abajo—. ¡Sal por la ventana, sálvate!
Le hice caso, aparté la mesilla de noche y cogí un cuchillo que mantenía adherido a la parte trasera del mueble por si alguien entraba en casa a robarnos y hacernos daño. Luego me deslicé por la ventana y me dejé caer sobre un montón de paja que había siempre bajo mi ventana, por si a alguien le daba por… bueno, eso…
Corrí hacia la casa del sheriff Holden, para pedirle que cogiera todas las armas que guardaba por si alguien entraba en su casa, y fuera corriendo a ayudar a mi madre. Corrí incluso ignorando las piedras que se me clavaban en la planta de los pies descalzos, corrí sujetando con fuerza el cuchillo, mirando hacia atrás por si alguno de esos cabrones me perseguía. Pero no, estaban ocupados cenándose a mis padres.
Cuando llegué a casa del sheriff Holden y le expliqué lo sucedido no me creyó. Dijo que aquello eran cuentos para no dormir, que los extraterrestres no existían y que, si existieran, no parecerían hombres lobo, sino que se parecerían más a E.T. No me creyó hasta que los alienígenas se tomaron un smoothie de postre, hecho con las entrañas de su mujer y su hijo pequeño. Eso fue hace un siglo. No sé cuánto tiempo más seguiré viva, muchas veces no soy capaz de recordar esto, incluso cuando me asomo a la ventana y veo a esos putos invasores mezclados entre nosotros, casados con humanas, y viviendo como si no hubieran matado a mi familia. Me producen náuseas, espero que Dios se me lleve pronto, aunque solo sea para preguntarle por qué demonios nos envió esa plaga. ■
Recuerdo la luz blanca sobre el maizal de mis padres, recuerdo asomarme a mi ventana, iluminada como si el sol se hubiera caído del cielo, recuerdo la cosa esa flotando en el firmamento, y luego recuerdo lo que salió del campo de maíz y se aproximó a mi casa.
Si conseguí escapar fue solo porque mis padres no lo lograron. Los seres entraron en casa, subieron hasta el piso en el que estaban los dormitorios y nos atacaron. Primero fueron a por mí. No podré olvidar nunca la figura en el umbral de mi dormitorio, iluminada por la luz de la nave. Era alto, con cuerpo humano, excepto porque tenía la cabeza de un lobo, con orejas muy puntiagudas y dientes muy afilados y brillantes. De su hocico caía saliva, que quemaba el suelo allá donde salpicaba. Vestía unas ropas plateadas, y sus brazos, peludos, terminaban en unas manos cuyos dedos largos y terminados en uñas como cuchillas, estaban unidos por membranas finas.
—¡Deja a mi hija! —gritó la voz de mi padre tras el monstruo.
Vi como le atacaba por la espalda con un bate de béisbol de aluminio que mi padre guardaba tras la puerta de su dormitorio por si alguien entraba en casa para robar.
El bicho se giró, cogió a mi padre del cuello con una mano, lo levantó del suelo, cogió su cabeza por los largos pelos rizados y tiró con fuerza hasta que mi padre se dividió en dos.
—¡Richaaaaaaaaaaaard! —gritó mi madre antes de disparar la escopeta que mi padre guardaba en el altillo del armario por si alguien entraba en casa para hacernos daño.
El monstruo que asesinó a mi padre salió volando al recibir el impacto de los cartuchos. Su pecho se abrió, mostrando unos órganos que ningún forense terrícola podría identificar. Algunos de esos órganos se esparcieron por el suelo, que se quemó hasta agujerearse y mostrar el piso inferior, donde habían más bestias como esa.
—¡Sophie, corre! —gritó mi madre mirando hacia la escalera que conectaba con el piso de abajo—. ¡Sal por la ventana, sálvate!
Le hice caso, aparté la mesilla de noche y cogí un cuchillo que mantenía adherido a la parte trasera del mueble por si alguien entraba en casa a robarnos y hacernos daño. Luego me deslicé por la ventana y me dejé caer sobre un montón de paja que había siempre bajo mi ventana, por si a alguien le daba por… bueno, eso…
Corrí hacia la casa del sheriff Holden, para pedirle que cogiera todas las armas que guardaba por si alguien entraba en su casa, y fuera corriendo a ayudar a mi madre. Corrí incluso ignorando las piedras que se me clavaban en la planta de los pies descalzos, corrí sujetando con fuerza el cuchillo, mirando hacia atrás por si alguno de esos cabrones me perseguía. Pero no, estaban ocupados cenándose a mis padres.
Cuando llegué a casa del sheriff Holden y le expliqué lo sucedido no me creyó. Dijo que aquello eran cuentos para no dormir, que los extraterrestres no existían y que, si existieran, no parecerían hombres lobo, sino que se parecerían más a E.T. No me creyó hasta que los alienígenas se tomaron un smoothie de postre, hecho con las entrañas de su mujer y su hijo pequeño. Eso fue hace un siglo. No sé cuánto tiempo más seguiré viva, muchas veces no soy capaz de recordar esto, incluso cuando me asomo a la ventana y veo a esos putos invasores mezclados entre nosotros, casados con humanas, y viviendo como si no hubieran matado a mi familia. Me producen náuseas, espero que Dios se me lleve pronto, aunque solo sea para preguntarle por qué demonios nos envió esa plaga. ■