

El espacio era un lugar increíble. Estar ahí fuera, viendo las estrellas despuntando tras los planetas, las luces que iluminaban regiones habitadas de planetas que durante años pensábamos que estaban desiertos o viendo cómo las bestias espaciales surcaban la infinidad oscura como en un documental sobre las profundidades del océanos, era algo que te dejaba sin respiración. O mejor dicho, te dejaría sin respiración si no estuvieras atrapada en tu propia nave, con un motor humeando por el disparo traicionero de un soldado de la rebelión, intentando comunicarte con tu planeta sin éxito, preguntándote cuál de esas bestias espaciales que flotan a tu alrededor será la que tome la iniciativa y se lance contra ti con el hocico abierto. Serpientes con apariencia de roca, de un tamaño tan absurdo que cualquier primigenio descrito en novelas de terror parecería un hamster ruso a su lado.
—¡Nave a Tierra, responda! —dije por quincuagésima vez.
Obviamente no obtuve respuesta, ¿por qué iba a ser distinto a los otros cuarenta y nueve intentos? «Han invadido la Tierra», pensé poniéndome en lo mejor, «por eso no me responden, porque están todos muertos, con las tripas colgando del vientre o ahogados en su propia sangre o decapitados o reventados al eclosionar los huevos que esos putos alienígenas han puesto en sus cavidades», porque en mi mente, si no estaban muertos, aquella actitud pasota era una falta de respeto y profesionalidad muy grande.
—Nave a Tierra, responda de una puta vez.
Cincuenta y un intentos, creo que fue en ese número en el que até cabos: no me van a responder. Tenía dos posibilidades: a) quedarme en la cabina de la nave esperando a que alguien me rescatase o se me acabase el aire —lo que llegara antes—, y b) le echaba ovarios a la cosa, me enfundaba el traje espacial, la mochila de propulsión, me agenciaba un bláster y salía ahí fuera a cargarme a esos hijos de puta que me habían disparado y a cualquier bicho mutante que me quisiera joder, cogía una de las naves de la rebelión y volvía a casa, rezando para que, si quedaba alguien vivo, no fuera tan imbécil de dispararme sin pedirme primero que me identificase.
Suspiré, de repente todo estaba claro en mi mente, había tomado una decisión: no se estaba tan mal en aquella cabina. Al menos estaba calentita y a salvo. Ya habría tiempo de cambiar de idea si la cosa se torcía, nunca es bueno precipitarse.
—Nave a Tierra, si alguien me oye, estoy aquí en la nave, esperándoos tranquilamente.
Y esa es la historia de cómo he llegado aquí. ■
—¡Nave a Tierra, responda! —dije por quincuagésima vez.
Obviamente no obtuve respuesta, ¿por qué iba a ser distinto a los otros cuarenta y nueve intentos? «Han invadido la Tierra», pensé poniéndome en lo mejor, «por eso no me responden, porque están todos muertos, con las tripas colgando del vientre o ahogados en su propia sangre o decapitados o reventados al eclosionar los huevos que esos putos alienígenas han puesto en sus cavidades», porque en mi mente, si no estaban muertos, aquella actitud pasota era una falta de respeto y profesionalidad muy grande.
—Nave a Tierra, responda de una puta vez.
Cincuenta y un intentos, creo que fue en ese número en el que até cabos: no me van a responder. Tenía dos posibilidades: a) quedarme en la cabina de la nave esperando a que alguien me rescatase o se me acabase el aire —lo que llegara antes—, y b) le echaba ovarios a la cosa, me enfundaba el traje espacial, la mochila de propulsión, me agenciaba un bláster y salía ahí fuera a cargarme a esos hijos de puta que me habían disparado y a cualquier bicho mutante que me quisiera joder, cogía una de las naves de la rebelión y volvía a casa, rezando para que, si quedaba alguien vivo, no fuera tan imbécil de dispararme sin pedirme primero que me identificase.
Suspiré, de repente todo estaba claro en mi mente, había tomado una decisión: no se estaba tan mal en aquella cabina. Al menos estaba calentita y a salvo. Ya habría tiempo de cambiar de idea si la cosa se torcía, nunca es bueno precipitarse.
—Nave a Tierra, si alguien me oye, estoy aquí en la nave, esperándoos tranquilamente.
Y esa es la historia de cómo he llegado aquí. ■