Microficción #173

En la imagen vemos a una mujer en una sala oscura, iluminada por la luz del atardecer que entra por un ventanal por el que mira al exterior.

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Asomada al ventanal, oculta en la oscuridad del salón de su domicilio, Anna miraba al exterior: una calle larga, cubierta de nieve, iluminada por la luz del atardecer. Todo estaba muy tranquilo, aunque generalmente, los pueblos como aquel no solían ser demasiado agitados. A eso hay que sumarle la invasión de zombies alienígenas que habían conseguido lo que ningún cobrador del frac ha conseguido jamás: que la gente se quedase encerrada en casa.
    ¿Que en qué se diferencian los zombies alienígenas a los zombies terrestres? ¿De verdad me estás preguntando esto? Bien, te contestaré, pero quiero que sepas que acabo de poner los ojos en blanco, ¿lo tienes claro? Vale, pues la diferencia fundamental es que, lógicamente, los zombies terrestres no existen. Los zombies son alienígenas, de siempre. Es de lógica, ¿no? ¿O pensabas que los muertos salen de su tumba para comer carne humana? Quizá también eres de los que piensa que bañarse recién comido es peligroso y que tienes que esperar como mínimo dos horas, o de los que cree que Jesús era blanco, rubio y de ojos azules ¿verdad? Ya me lo parecía a mí. Voy a seguir, ¿te importa? Gracias.
    Anna dio un paso atrás, para que las sombras de su domicilio la engulleran y así quedar protegida de las últimas luces del sol. Un zombie que andaba sin rumbo claro, como suelen hacer los zombies que no tienen un objetivo fijo, se chocó contra el ventanal. Su cara era horrible: no tenía nariz, aunque sí un orificio con forma triangular, parecía una calavera, su piel estaba tensa, adaptada perfectamente al cráneo, sus ojos, o al menos el ojo izquierdo, ya que parecía que el otro lo había perdido en alguna parte, como si fueran las llaves del coche que siempre se esconden entre los cojines del sofá, era verde, pero de un verde radioactivo, un verde enfermizo, un verde que… bueno, ya se me entiende. No tenía orejas, ningún zombie las tenía, porque se movían por instinto. Lo que ocurre con el instinto de los zombies, es que no es muy bueno, y menos en un planeta extranjero, y siempre se chocaban con todo, o se caían, o no paraban a tiempo antes de terminar ensartados en algún foso repleto de estacas de madera apuntando peligrosamente hacia el cielo —o hacia el zombie en cuestión—.
    —Uno… —La voz susurrada era la de Anna, que sujetaba con ambas manos, apoyadas en su pecho, un cuchillo reluciente y perfectamente afilado. Miraba fijamente al zombie alienígena, que parecía que le devolvía la mirada, lo cual era imposible, porque todos los zombies alienígenas tienen un problema severo de cataratas—… dos… —El zombie vestía ropas plateadas, con hombreras y en su cadera escuálida descansaba una cartuchera con una pistola espacial, presumiblemente una pistola láser—… tres… —Anna intentó regular su respiración, calmarse, no salir corriendo levantando una nube de humo o atravesando la pared de casa, formando en ella un agujero con la forma cómica de su propia silueta—… cuatro… —El zombie caminó hacia su derecha (la izquierda de Anna) sin separar la cara del cristal. Su rostro se deformaba por la presión que ejercía sobre el vidrio al andar, y un sonido agudo provocado por la fricción de la piel, enervó a la mujer—… cinco… —Una nave espacial, con forma de platillo, sobrevoló la casa, dejándola en sombras. Anna siguió la nave con la mirada, incluso cuando la perdió de vista al pasar sobre el tejado, la siguió, como si pudiera ver a través del techo—… seis… —Anna se separó de las sombras, para poder ver el progreso del zombie. Se fijó en la cola que le salía del pantalón (por detrás, no penséis lo que no es), ondulante y despellejada, como casi todo lo que componía aquel ser—… siete… —El zombie se detuvo y luego se puso a andar hacia el otro lado, como si se hubiera olvidado algo y volviera a recogerlo—… ocho… —La mujer regresó a la oscuridad, respiró deprisa, sujetando con más fuerza la empuñadura del cuchillo—… nueve… —El zombie siguió andando hasta que se perdió de vista, como si el marco de la ventana se lo hubiera comido o lo hubiera proyectado a otra dimensión—… y diez…
    Anna se calmó, miró por la ventana, sin alejarse de las sombras ni acercarse al cristal, intentando averiguar dónde estaba aquel monstruo. Estaba tranquila, le había funcionado, le habían dicho que cuando se encontrase en una situación como aquella, contase hasta diez y se relajase. Sonrió, se tiró al suelo de rodillas y empezó a reírse a carcajadas, mezcladas con lágrimas. Soltó el cuchillo y siguió carcajeándose.
    La puerta trasera se abrió de golpe. Anna se calló, tragó saliva, y sus ojos se abrieron de par en par cuando vieron al zombie alienígena aquel entrando al salón, por la puerta que daba a la cocina.
    —Car-ne fres-ca, —la voz del zombie se parecía a esa voz que anuncia las paradas en el metro por megafonía, pero con el añadido de que el altavoz se estuviera quedando sin energía— car-ne hu-ma-na.
    —Uno…
    El zombie alzó los brazos y empezó a andar hacia Anna con los brazos extendidos hacia delante, como un ciego al que le has robado el bastón y le dices: «Eh, ven a por él, estoy aquí. Frío, frío…».
    —Car-ne fres-ca, car-ne hu-ma-na…
    —… dos…
    El zombie se acercó peligrosamente a Anna, bueno, quien dice «peligrosamente» dice que se tropezó con una silla, con una pelota que hizo que casi se cayera de espaldas al suelo, con un mueble bajo en el que Anna guardaba los manteles, los hules y las servilletas, y con otro en el que Anna no guardaba nada pero que compró por si acaso.
    —… tres…
    —Car-ne fres-ca, car-ne hu-ma-na…
    El zombie llegó a la altura de Anna, se agachó, pero no lo hizo de forma ágil, sino como se agacharía una persona mayor a la que se le ha caído la dentadura postiza al suelo. Anna estaba paralizada por el miedo. El zombie se puso sobre ella, sujetándole por las muñecas, y abrió la boca como solo un zombie alienígena puede hacer: su mandíbula se desencajó y la boca se abrió tanto que parecía capaz de comerse a la mujer entera, sin masticar ni nada, aunque luego se pudiera arrepentir por la digestión pesada.
    Anna vio el infinito de la garganta del zombie, aquella lengua lilácea y llena de pústulas, los dientes podridos y afilados, y olió la muerte en forma de aliento caliente. Estaba a punto de ser devorada, pero lanzó un grito histérico y levantó la pierna derecha, golpeando con su rodilla la entrepierna del zombie. El monstruo cerró de golpe la boca, pasando de una amplia «A» a una diminuta «O», con el ojo muy abierto y esa expresión que solo puede significar una cosa: «mis pelotas…» o, como dijo el propio zombie: «mis pe-lo-tas…». Porque los zombies alienígenas son como cualquier otro tío no castrado, un rodillazo a tiempo en las pelotas quita muchas tonterías. Anna empujó al zombie y se lo quitó de encima. Se incorporó y cogió el cuchillo, lo empuñó con seguridad, se puso encima del zombie y descargó la punta del arma sobre su cabeza.
    —¡CUATRO!
    La hoja se clavó hasta el mango y cuando salió estaba llena de un líquido verde que se deslizaba por el acero.
    —¡CINCO!
    La segunda puñalada fue directa al ojo sano del zombie, se clavó y, al extraerlo, el ojo se desprendió de su cavidad.
    —¡SEIS!
    Ignorando el ojo clavado en el acero, Anna dio otra cuchillada, el ojo se desplazó hacia al mango y quedó cortado por la mitad, desprendiéndose del cuchillo con un sonido desagradable.
    —¡SIETE!
    La siguiente puñalada dio en la mejilla del zombie en un momento en el que este giraba la cabeza. La hoja atravesó ambas mejillas. Podía verse a través de la boca.
    —¡OCHO!
    El zombie volvió a girar la cabeza, y el cuchillo se le clavó en la frente, atravesándole el cerebro de forma mortal.
    —¡NUEVE!
    A pesar de que el zombie ya estaba muerto, Anna, presa de su instinto más salvaje, dio dos puñaladas más.
    —¡Y DIEZ!
    Se apartó del zombie, roja de rabia y verde de sangre. Se sentó en el suelo y empezó a jadear. Le dio una patada al zombie desde el suelo, un toque firme en la pierna para ver si seguía vivo. Nada, completamente muerto. Sonrió y la sangre del monstruo se le metió en la boca. No era contagiosa, solo daba asco, no haría que Anna se convirtiera en zombie, solo que vomitara en cuanto se diera cuenta de lo desagradable de aquel sabor a huevos podridos rellenos con anchoas podridas y pollo podrido sobre una cama de patatas bien cocinadas, crujientes, pero que no conseguían tapar lo nauseabundo de los huevos.
    —Cuenta hasta diez —dijo Anna entre risas—… manda cojones… resulta que funciona.
    Anna se refería a lo tranquila que se sentía en comparación a cuando el zombie se había golpeado contra su ventanal. Contar hasta diez ayuda a calmar los nervios, pero ayuda más cuando tienes un cuchillo bien afilado en las manos, eso sí.

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