

entada en el banco de piedra, bajo la luna llena y su ejército de estrellas, contemplaba el camino de tierra rodeado de árboles. A su lado tenía una caja de madera de un metro, por un metro, por un metro, vamos, un cubo, con agujeros. No le gustaba especialmente esperar allí: era un lugar famoso por sus múltiples peligros. Allí habían aparecido los cuerpos sin vida de dos turistas, también los cuerpos no muertos de unos zombies que, de hecho, mataron a dos turistas —sigue sin estar muy claro si los primeros turistas volvieron a la vida y mataron a otros dos turistas, o si no tienen nada que ver los unos con los otros—. También habían sueltos por aquellos bosques, cuñados a los que sus familiares habían echado de casa y que aprovechaban la mínima para intentar sentarse al lado de alguien a contarle chistes picantes, o alardear de sus últimas conquistas amorosas —todas inventadas, por descontado—. Fuera como fuere, Sofía no estaba tranquila. Miró su reloj de muñeca, porque Sofía era de las pocas personas en el mundo que aún tenían uno de esos y no el puto móvil, que siempre estamos con el móvil de las narices en la mano y… perdón. La una de la noche, ¡madre mía! A esa hora Cenicienta ya estaba en la cama, leyendo el blog de M. Floser, o haciendo algo de provecho, depende de cómo le pille el día. Sofía resopló, como lo haría cualquiera en su situación. Escuchó un ruido, un lamento escalofriante: un cuñado lloraba en alguna parte del bosque, cada vez más cercano a ella.
—¡Mierda! —exclamó ella y, para no dejar cabos sueltos, concluyó—: ¡mierda!
Justo cuando iba a largarse de allí, el aire, a un par de metros sobre su cabeza, emitió un destello azul. Luego apareció una chispa que, como no podía ser de otra forma, chisporroteó. Luego, sin dejar de chisporrotear, se movió, describiendo un círculo que quedaba dibujado con una línea curva chispeante, llena de chispas chisporroteadoramente chisporroteadoras. El círculo giró en silencio, aunque cualquiera que lo viera imaginaría un sonido agudo como de centrifugadora. El interior del círculo se introdujo en sí mismo, generando un vórtice que se ahuecaba, como si el aire metiera tripa.
—¡Ya era hora! —dijo Sofía secándose la frente llena del sudor frío que el cuñado salvaje le había provocado.
Del extraño vórtice chisporro… del extraño vórtice, salió un hombrecillo de piel verde como la fruta cuando no está madura. Aunque más que «salir», fue escupido, más que «hombrecillo», era un pequeño trol y más que «piel verde» podríamos decir que tenía la piel de un color indefinido dentro del catálogo de colores aprobado por las mujeres, que ven quinientos noventa y tres tonos de verde, donde un hombre solo consigue ver el verde, el verde claro, el verde oscuro y «ese que parece color manzana». El trol llevaba una mochila enorme con forma cúbica, turquesa en la que podía leerse la palabra «Delivetrol» con letras blancas.
—¿Sofía Mazaperros? —dijo el trol sorbiéndose los mocos.
—Yo misma —respondió Sofía, sin sorberse nada—. Llegas con media hora de retraso.
—Lo sabo, lo sabo. Mil perdones, el túnel ese está a tope. Casi me atropella una bruja montada en un aspirador.
—¿Han dejado las escobas?
—Ya le digo. Les ha costado, pero parece que se modernizan. Bueno, a ver… —el trol se descolgó la mochila cúbica, cogió un tiquet de papel y lo revisó de arriba a abajo—. Vale, dos botellas de sangre de unicornio y un menú grande de hamburguesa de licántropo vegano. ¿Es todo?
—¿Las patatas fritas?
—A ver… sí.
—Pues sí, está todo.
El trol sacó una bolsa de papel llena de cosas y se la entregó a sofía.
—Vale, pues serán cuarenta pavos.
—En la caja los tiene.
—¿Están vivos?
—Sí, le he hecho agujeros a la caja para que puedan respirar.
—De coña. ¿Propina?
—Una paloma, también en la caja.
—Así da gusto. Pues muchas gracias, señorita, espero que disfrute de su cena. No olvide recomendar Delivetrol a sus amigos y familiares. Y de nuevo, disculpe la espera.
—No pasa nada, es la primera vez desde que uso su servicio. Buenas noches.
—Buenas noches, señorita.
El trol hizo una reverencia, se puso la mochila cúbica vacía en la espalda, cogió la caja de madera y saltó al vórtice. Antes de desaparecer se escuchó el ¡glu-glu-glú! de cuarenta pavos vivos y el ¡gru-gru-grú! de una paloma, también viva, pero quizá algo intimidada por la compañía. Sofía sonrió, pero la sonrisa se le borró al escuchar de nuevo el quejido lastimero del cuñado salvaje. Ahora pudo distinguir lo que decía:
—¡… y le dice: «¿Ha visto usted a Mistetas?» y el hombre le responde…!
Sofía echó a correr antes de que el cuñado salvaje saliera de entre los árboles y la viera en el camino de tierra. Aquellos monstruos eran terribles en campo abierto, a pesar de la panza cervezera que calzaban, podían ser realmente rápidos cuando querían contarle su vida a alguien. Sofía corrió con una sonrisa en la boca. Menuda cena se iba a apretar esa noche. Eso sí, la próxima vez pensaba espera en otro lugar. ■
—¡Mierda! —exclamó ella y, para no dejar cabos sueltos, concluyó—: ¡mierda!
Justo cuando iba a largarse de allí, el aire, a un par de metros sobre su cabeza, emitió un destello azul. Luego apareció una chispa que, como no podía ser de otra forma, chisporroteó. Luego, sin dejar de chisporrotear, se movió, describiendo un círculo que quedaba dibujado con una línea curva chispeante, llena de chispas chisporroteadoramente chisporroteadoras. El círculo giró en silencio, aunque cualquiera que lo viera imaginaría un sonido agudo como de centrifugadora. El interior del círculo se introdujo en sí mismo, generando un vórtice que se ahuecaba, como si el aire metiera tripa.
—¡Ya era hora! —dijo Sofía secándose la frente llena del sudor frío que el cuñado salvaje le había provocado.
Del extraño vórtice chisporro… del extraño vórtice, salió un hombrecillo de piel verde como la fruta cuando no está madura. Aunque más que «salir», fue escupido, más que «hombrecillo», era un pequeño trol y más que «piel verde» podríamos decir que tenía la piel de un color indefinido dentro del catálogo de colores aprobado por las mujeres, que ven quinientos noventa y tres tonos de verde, donde un hombre solo consigue ver el verde, el verde claro, el verde oscuro y «ese que parece color manzana». El trol llevaba una mochila enorme con forma cúbica, turquesa en la que podía leerse la palabra «Delivetrol» con letras blancas.
—¿Sofía Mazaperros? —dijo el trol sorbiéndose los mocos.
—Yo misma —respondió Sofía, sin sorberse nada—. Llegas con media hora de retraso.
—Lo sabo, lo sabo. Mil perdones, el túnel ese está a tope. Casi me atropella una bruja montada en un aspirador.
—¿Han dejado las escobas?
—Ya le digo. Les ha costado, pero parece que se modernizan. Bueno, a ver… —el trol se descolgó la mochila cúbica, cogió un tiquet de papel y lo revisó de arriba a abajo—. Vale, dos botellas de sangre de unicornio y un menú grande de hamburguesa de licántropo vegano. ¿Es todo?
—¿Las patatas fritas?
—A ver… sí.
—Pues sí, está todo.
El trol sacó una bolsa de papel llena de cosas y se la entregó a sofía.
—Vale, pues serán cuarenta pavos.
—En la caja los tiene.
—¿Están vivos?
—Sí, le he hecho agujeros a la caja para que puedan respirar.
—De coña. ¿Propina?
—Una paloma, también en la caja.
—Así da gusto. Pues muchas gracias, señorita, espero que disfrute de su cena. No olvide recomendar Delivetrol a sus amigos y familiares. Y de nuevo, disculpe la espera.
—No pasa nada, es la primera vez desde que uso su servicio. Buenas noches.
—Buenas noches, señorita.
El trol hizo una reverencia, se puso la mochila cúbica vacía en la espalda, cogió la caja de madera y saltó al vórtice. Antes de desaparecer se escuchó el ¡glu-glu-glú! de cuarenta pavos vivos y el ¡gru-gru-grú! de una paloma, también viva, pero quizá algo intimidada por la compañía. Sofía sonrió, pero la sonrisa se le borró al escuchar de nuevo el quejido lastimero del cuñado salvaje. Ahora pudo distinguir lo que decía:
—¡… y le dice: «¿Ha visto usted a Mistetas?» y el hombre le responde…!
Sofía echó a correr antes de que el cuñado salvaje saliera de entre los árboles y la viera en el camino de tierra. Aquellos monstruos eran terribles en campo abierto, a pesar de la panza cervezera que calzaban, podían ser realmente rápidos cuando querían contarle su vida a alguien. Sofía corrió con una sonrisa en la boca. Menuda cena se iba a apretar esa noche. Eso sí, la próxima vez pensaba espera en otro lugar. ■