Microficción #164

cenefa2

phon siempre fue el destino predilecto de mi madre para ir a vivir aventuras. Era un lugar que se prestaba a ellas, porque en Ophon lo normal y lo lógico se habían ido a tomar una cerveza juntos hacía tiempo y se les complicó la noche a base de «la última y nos vamos a casa». En cualquier caso era un lugar al que algunas personas, como mi madre, siempre iban, aún a sabiendas de que acabarían volviéndose locas. Ophon era el equivalente multidimensional al Ikea. Mi madre era una guerrera famosa, al menos en mi casa. Y yo quería seguir sus pasos, solo que me había propuesto que mis hazañas se conocieran más allá de los muros de mi hogar. Quería ser conocida en todo el continente. Luego ya vería si me animaba a ser conocida en continentes extranjeros.
    Yo tenía dieciséis años la primera vez que visité Ophon. Era una rebelde sin causa: tenía varios piercings repartidos por la cabeza: un aro en cada aleta nasal, unas bolas negras, pequeñas, en la ceja derecha, una bola sobre el labio, como si fuera un lunar, solo que no. Una tira de aros en la oreja izquierda, desde el lóbulo hasta la parte más alta, y otra tira de aros en la oreja derecha, desde la parte más alta hasta el lóbulo. Tenía los labios pintados de negro, mis dientes parecían más blancos, y mi lengua más rosa. Los ojos los tenía muy pintados, negros también. Vestía una camiseta de rayas horizontales blanquinegra, con las mangas muy largas, tanto que me cubría media palma de las manos, y parecía que los dedos brotaran directamente de la prenda de ropa. Las uñas las llevaba negras, con varios anillos en cada dedo. Del cuello colgaba una cadena fina, plateada, de la que pendía, a modo de colgante a la altura del pecho, una hoja de afeitar que, para tranquilizaros, os diré que no estaba afilada. Los pantalones eran completamente negros como, según mi yo de dieciséis años, mi alma.
    Recuerdo cruzar un vórtice que mi madre abrió en el aire de nuestro salón. Lo hizo con un palo negro con puntas blancas, moviéndolo en círculos como si estuviera removiendo un vaso de cacao de los buenos, de los que tienen grumitos. El vórtice se movía en círculos, era verde con una espiral negra.
    —Entra, Yuki —dijo mi madre mirándome. Tragué saliva y me acerqué al vórtice. Mi pelo empezó a agitarse, como si estuviera delante de un ventilador. Solo que mágico y con pinta de que podría tragarse una casa entera—. Una cosa, hija: notarás una sensación.
    —¿Una sensación?
    —Una sensación.
    No dijo nada más. Solía hacer aquello, así que hice lo que mi padre me enseñó una vez que debía hacer cuando mi madre se pusiera tan intensa: respiré hondo, tragué saliva, y me preparé para morir. Nunca pasaba, mi madre nunca me expondría a una muerte segura, al menos no a propósito. Pero nunca se sabe. Di un paso más y no pasó nada. El ruido del vórtice era ensordecedor. Mis oídos me dolían, nunca había escuchado un sonido tan horrible. Sonaba como Madonna en el festival de Eurovisión.
    —Qué tengo que hace…
    Antes de que acabara la frase me vi lanzada hacia el vórtice. No fue una fuerza mística, mágica o algo sobrenatural. Mi madre me empujó, a sangre fría, sin avisar. Empecé a caer, a escuchar el chillido madonnil, agudo y desquiciante, como un gato al que un coche ha estado a punto de atropellar y ha empezado a increparle con la voz muy chillona, cagándose en varias generaciones del humano, y diciéndole que se ha quedado con su cara aunque no sea verdad. Luego sentí como si cientos de dedos me pellizcaran en cada parte de mi cuerpo. No pequeños pellizcos, sino pellizcos con saña, cogiendo carne y retorciendo a maldad. Luego mi estómago se revolvió, y mis pulmones, y mi hígado, y mis intestinos, y… en realidad mis órganos vitales se revolvieron entre sí. Si alguien hubiera podido mirar dentro de mí, se habrían encontrado un cuadro de Picasso. Mi sangre empezó a hervir, luego se enfrió, y luego alguien la metió en el microondas para recalentarla. Mis ojos, que habían empezado a escocerme, de pronto no lo hicieron. No vi nada, de hecho vi menos que eso, porque no ver nada implica ver la propia nada y, en mi caso, simplemente no vi, porque mis ojos parecieron desprenderse de mi cabeza, rebozarse en insensibilidad y luego volver a colocarse, o no, quién sabe. Todas esas sensaciones se juntaron en una sola, una que podría describirse con una palabra clara y corta: dolor.
    Se escuchó un ¡plop! y caí de boca en un suelo de adoquines blancos. Me dolió pero, en comparación con todo lo que había sentido un momento antes, aquello era casi una caricia. Me levanté del suelo, me sacudí el polvo, que le estaba dando un tono demasiado blanco a mi ropa, miré a mi alrededor y, a falta de una expresión mejor, flipé en colores. Ophon se extendía ante mí, inmenso, blanco y desquiciante. Detrás mío había un marco de ventana, flotando en la nada. Dentro del marco el vórtice del que había salido.
    —¡Apártateeeeeeeeeeeeeee!
    La voz venía de dentro del portal, era la de mi madre. Me hice a un lado y, tras un ¡plop! que sorprendentemente sonó más como un ¡cataclac!, mi madre fue escupida por el vórtice. Cayó de pie, con sus botas de vaquera resonando contra los adoquines. Me miró, cogió el palo negro con puntas blancas y lo hizo girar apuntando al vórtice.
    —Recuerda en qué muelle estamos, Yuki. F-11.
    En el marco flotante había una letra, un guión y un número pintados a mano, en negro, efectivamente era el F-11. El suelo de adoquines blancos era el único suelo que existía en Ophon: una larga línea de cuatro metros de ancho, que albergaba los marcos flotantes de los vórtices dimensionales desde el F-1 hasta el F-50, aunque el portal F-14 estaba repetido, ya que el que se dedicaba a escribir los números se despistó con la llamada de su esposa, pidiéndole que recordara comprar la cena cuando volviera a casa. Mi madre me explicó una vez que cuando el inspector se personó en los muelles para inspeccionar, como su cargo requería, advirtió el error y advirtió además que el error había sido escrito con rotulador indeleble, pidió explicaciones y una vez escuchadas las explicaciones, mandó fusilar al que se las dio, para que aprendiera. El número F-14 se quedó con su gemelo, pues el rotulador indeleble es algo que no sale ni mojándose la yema del dedo pulgar con la lengua y frotando con energía. Así que, a objetos prácticos, podría decirse que en Ophon habían en realidad cincuenta y un vórtices dimensionales. Aunque yo no lo diría, porque es un tema realmente sensible.
    —Ophon —dijo mi madre—. Aquí te vas a encontrar cosas que no tienen mucho sentido. Por ejemplo… dime a qué huele.
    Aspiré y me olió a gofres con chocolate.
    —¿Ves? Eso no tiene sentido.
    —¿Por qué?
    —Porque no tienes forma de saber cómo huelen los gofres con chocolate. En nuestro universo aún no se ha descubierto cómo se cultivan.
    —Tiene sentido.
    —No, no lo tiene, he ahí la magia de Ophon.
    Suspiré, no sabía que pensar. Pero en realidad no importó mucho, porque cuando iba a suspirar de nuevo, vi que algo se acercaba.
    —Mamá, algo se acerca.
    —No algo, Yuki, alga.
    —¿Cómo?
    —No le busques el sentido.
    Miré con los ojos un poco cerrados, para enfocar. El suelo, o lo que fuera, más allá de la línea de adoquines, estaba hecho de niebla. Parecía que alguien hubiera vertido litros y litros de nitrógeno líquido bajo nosotras, porque también hacía frío. Lo que se acercaba, flotando en la bruma, era una barca de madera, pequeña. Sobre ella, dándonos la espalda, un alga remaba con energía. No, no es una errata. Realmente era un alga, una criatura de mi tamaño, vestida con traje azul, cuya cabeza, que salía del cuello almidonado de la camisa blanca, y cuyas manos, que brotaban de las mangas de la camisa, que brotaban de las mangas de la americana, estaban hechas de algas. Algas enredadas formando tendones, dedos, cuello, cabeza, orejas, labios. No tenía ojos. Le pregunté a mi madre y me respondió que no tenía sentido que un alga tuviera ojos, porque las algas no necesitaban ver, se guiaban por el antiguo arte de gritar «¡Marco!» y esperar a que alguien le felicitara por el gol.
    —¡Marco! —gritó el alga. Tenía la voz que debería tener un ser hecho a base de algas. Era una voz salada, verdosa, y con matices húmedos.
    —¡Felicidades por el gol, querido amigo! —gritó mi madre.
    El hombre alga, que luego supe que se llamaba Pol, estaba alejándose de nosotras y, cuando escuchó la respuesta de mi madre, remó con una sola pala, para encarar la proa de la barquita hacia nosotras.
    —¡¿Quién va?! —preguntó Pol.
    —Pues no hay nadie delante nuestra, así que creo que vamos nosotras —respondió mi madre. Yo a aquellas alturas tenía la boca abierta, no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Era como si hubiera caído por la madriguera del conejo blanco, me hubiera ido a tomar el té con el Sombrerero loco, y el muy cabrón me hubiera echado LSD en la taza.
    —Suban a la barca si quieren, y si no quieren, suban a la barca si quieren.
    Mi madre me miró, y asintió. Yo intenté hacerle ver que no tenía claro qué significaba lo que el alga ese había dicho, así que su movimiento de cabeza para mí significaba tan poco como Aserejé, ja deje tejebe tude jebere sebiunouba majabi an de bugui an de buididipí. Entonces me dijo que me subiera a la barca. Yo estuve tentada de indicarle por dónde me pasaba su sugerencia, pero luego decidí que no era algo bonito de decirle a una madre. Me subí a la barca, el alga se giró hacia mí y me sonrió. Tenía dientes, y eso me pareció curioso. Cada cuál…
    —Buenas nadas, señorita.
    —¿Buenas qué?
    —Ha dicho «buenas nadas», Yuki. En Ophon, donde debería estar el día, la tarde o la noche, no hay nada. Así que te ha deseado buenas nadas. Es un saludo.
    —Ah, vale. Buenas nadas para usted también.
    —¡¿Cómo se atreve a insultarme así?!
    —¿Qué? ¿Cómo? No… ¿qué?
    Mi madre me cogió de la muñeca y tiró de mí, me sacó de la barca y me hizo regresar al muelle.
    —¡Ay, mamá!
    Mi madre me soltó, y ambas vimos cómo el alga se alejaba de nosotras, remando con rabia, maldiciendo con frases como «uno va a recoger a los visitantes y le insultan en la cara. «Buenas nadas» me responde la cara babosa».
    —¿Por qué se ha enfadado, mamá?
    —Es que, hija, a quién se le ocurre. Qué poco empática eres. No puedes decirle esas cosas a la gente en Ophon.
    —¡Pero si le he dicho «buenas nadas»!
    —¡Y lo repite! ¡¿Es que no sabes que eso significa «ojalá te metan el cuerno de un unicornio por el culo y te lo saquen por la boca»?!
    —¿Qué? ¡Pero si me has dicho que era un saludo!
    —¡Lo que él te ha dicho sí! ¡Lo tuyo es horrible!
    —¡Pero si es lo mismo!
    —¡Claro que no es lo mismo, jovencita! —Mi madre sacó el palo negro con puntas blancas, apuntó al marco del vórtice F-11, y empezó a girarlo de forma muy enérgica, enfadada como pocas veces la he visto. Luego me miró y continuó—: ¡depende mucho del contexto!
    Saltó al vórtice y desapareció. Yo tardé un poco en reaccionar. No entendía nada de lo que había pasado, de hecho me costó entender que nuestra primera aventura en Ophon había llegado a su fin de forma tan… precipitada. Suspiré, miré el punto lejano en el que se había convertido el alga a base de remar, y puse los ojos en blanco. «Ophon…», pensé, luego me lancé al vórtice y me preparé para sentir como aquel portal jugaba a ser dios con mi cuerpo y los diversos niveles de dolor que podía sentir una persona.
    Tardé varios años en volver a Ophon. Mi madre había viajado en varias ocasiones, pero nunca me llevaba con ella.
    —Las cosas siguen un poco caldeadas. El señor Pol te denunció. Ahora hay carteles de «se busca» por todo Ophon —me explicó un día.
    —¿Carteles con mi cara?
    —No… es que a una vecina se le ha perdido el gaticornio, y lo están buscando. ¿Por qué? ¿Has hecho algo más?
    Mi madre se tensó mucho, y me costó un poco convencerla de que no había hecho nada más, que ni siquiera había vuelto a Ophon. Cuando volví… bueno, cuando volví, tenía ya 33 años. Volví sola, y me vino a recoger una barca.
    —¡Marco! —gritó el barquero.
    —¡Felicidades por el gol! —respondí yo.
    Cuando la barca llegó a mi altura, me di cuenta de que el barquero no era el señor Pol, era otra alga, vestida con sudadera y tejanos.
    —Buenas nadas —me dijo, haciendo que me entraran sudores fríos. El alga, antes de que yo pudiera responderle, se bajó de la barca, se acercó a mí y me miró con aquella cara sin ojos—. Hueles como alguien que insultó a mi padre.
    —Pero si tú no existías.
    —¡Ajá! Te has delatado, cara acelga.
    —¡Pero si el que tiene la cara de acelga eres tú, cara de alga!
    Quizá no fue la mejor respuesta, puede que no fuera mi mejor momento. Lo digo porque aquello me valió la expulsión de forma inmediata y permanente de Ophon. No solo a mí, sino a mis herederos, ya sean humanos, gatos, o cobayas. Estuvo un buen rato recitando una larga lista de cosas mías que tampoco podrían pisar Ophon, entre ellas un lápiz, un plato de lasaña, una rosa roja, una azul, una amarilla, una blanca, una negra «¿hay más colores de rosas?», me preguntó, y cuando le dije que sí, me dijo que ninguna flor, así, en general, podría pisar Ophon. Luego me dio una patada en el culo, y me lanzó al vórtice. Antes de desaparecer le escuché gritar: «¡tampoco iguanas!», y ahí terminaron mis aventuras en Ophon. ¿Sabéis qué? Me alegro, porque realmente visitar ese lugar era una tortura, me entraba hambre y ganas de comerme unos gofres con chocolate, pero en mi dimensión aún no sabíamos en qué árbol crecían.

© M. Floser.

5 comentarios en “Microficción #164

      • Que va! Si es una viajera empática de estas que entiende lo que no se dice. Antropóloga nata y dominadora del absurdo! Muy grande 🙂

        Por cierto, te gusta mucho Terry Pratchet, no? Yo me muero con sus libros

¡Coméntame o morirá un gaticornio!

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