Story Cubes #7

[Nota fija]→ «Story Cubes» es una sección dentro de «Ejercicios de escritura». En esta sección haré uso de los dados Story Cubes para componer una historia improvisada.

Resultado obtenido al lanzar los Story Cubes.
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Numeración de los dados en el texto.

cenefa2

uidado con las decisiones que tomas. Ese es el consejo que le habría dado a Siril si alguien me lo hubiera pedido. Pero ahora ya qué más da.
    Aviso de una cosa: a todas aquellas personas hipertensas, o de ofensa fácil, la protagonista de esta historia muere al final, como suele pasar con la muerte, que siempre llega al final. Murió en una torre7 a los cincuenta años, de la forma más tonta posible: una noche se despertó para ir a por un vaso de agua, no encendió la luz, ni se calzó las pantuflas y se dio un tremendo golpe en el dedo gordo del pie con el canto de la mesilla de noche. Gritó, maldijo, vamos, que se cagó en los muertos de Zeus2, empezó a saltar a la pata coja, sujetándose el pie, con tal mala suerte que tropezó con una de las pantuflas que le podría haber protegido los dedos rechonchos, y cayó de espaldas por la ventana de la torre, que estaba abierta de par en par, porque ese día hizo un calor de tres pares de cojones. En los cuentos de hadas a eso lo llamamos «hacer un Bran Stark». Pero como he dicho antes, para esa caída que llenó libros y libros de historia, aún quedaba mucho tiempo.
    En el punto en el que se ambienta esta historia Siril no vivía en una torre, ni siquiera sabía lo que eran. En el punto en el que se ambienta esta historia Siril vivía en Queens, en un piso pequeño, junto con sus padres y Félix, un gato pardo con problemas de flatulencias. Siril era una devoradora de series y pelis, había visto varias veces la película de Amanda Seyfried, Caperucita roja1, podría decirse que era su película favorita, o quizá no, yo qué sé, solo soy el que narra esta flufing historia.
    Un día Siril paseaba por una calle que no conocía de nada cuando de repente unas voces familiares la alertaron. Su respiración se aceleró, como si acabara de ver a la chica que le gusta y, justo detrás de ella, a un asesino en serie con una sierra mecánica encendida. Corrió de una forma rara, corrió como corren los niños que juegan al escondite cuando se dan cuenta de que la persona que está contando está a punto de llegar a cien y ellos aún no se han escondido. Giró sobre sí misma, pensando «¿dónde me escondo?» y al final optó por un callejón que se abría a su derecha. Se agachó tras un contenedor en el momento en el que tres niñas se detenían en la boca del callejón. Todo muy casual, que queda bien en la historia.
    —Osea ¿habéis visto a la cutre esa? —dijo una de las crías, su voz era pastosa, parecía que mascaba un chicle, pero no lo hacía—. ¡Llevaba la carcasa del iPhone rosa y los calcetines naranja! ¡No pega paranada! —las palabras «para nada» las dijo en una sola, tenía esa habilidad—. Osea… qué asco.
    Siril intentó respirar más despacio, como lo haría un muerto. Si aquellas tres cabronas la veían le harían la puñeta. Estaba harta de encontrárselas en el cole, en la calle, en el fumadero de opio… ¡¿no podía una niña adolescente drogarse tranquilamente sin que unas abusonas la jodieran?! Se mareó por la ansiedad que aquellas cabronas le provocaban, se sentía como si estuviera a lomos de un caballo blanco en un carrusel4 pasado de revoluciones.
    Las tres cabronas siguieron su camino y Siril por fin pudo respirar hondo. Lo hizo demasiado fuerte, lo que provocó que la cabrona líder desandara sus pasos, se asomara al callejón con el ceño fruncido y preguntara:
    —¿Hay alguien ahí?
    Siril pensó a toda velocidad y tuvo una idea brillante.
    —¡No, solo soy un gato!
    —¿Cómo? —preguntó la cabrona líder.
    —Quiero decir que… ¡miau!
    —Ah, vale, vale…
    La cabrona líder volvió a alejarse, Siril suspiró, incluso más fuerte que la primera vez.
    —¿Has oído eso? —preguntó una de las cabronas consortes.
    —Tranquila, es solo un gato —respondió la cabrona líder.
    Siril sonrió aliviada9 y, cuando estuvo a punto de alejarse del callejón escuchó un ruido proveniente del fondo del mismo. Se acercó, porque si no lo hubiera hecho, esta historia habría terminado con la estupidez de dos de las tres cabronas, y no es algo que me pueda permitir en este blog. Preguntó si había alguien, como mandan los cánones, nadie respondió, también por una cuestión de cánones, pero ella siguió andando, porque Siril era… Siril.
    Al fondo del callejón no había nada, pero solo porque Siril tenía la poca vergüenza de estar mirando. Lo digo porque en un momento en el que la chiquilla echó un vistazo a la boca del callejón, en el fondo apareció una tienda de tela, como la de los nativos americanos, pero totalmente distinta. Podríamos decir que era como una mezcla entre tienda de nativo americano y carpa de circo, pero como no tendría ningún sentido, no lo diremos. Siril volvió a mirar al fondo del callejón y se topó con la tienda. Se asustó, porque joder, si yo me encontrase de repente una tienda de lona en un callejón donde un segundo antes no había nada, también me asustaría. ¿O no?
    PASA Y SIÉNTATE, dijo una voz desde el interior de la lona.
    —¿Cómo?
    ¿QUÉ PARTE DE «PASA Y SIÉNTATE» NO HAS ENTENDIDO?, dijo la voz. No parecía tener mucha paciencia.
    Siril hizo caso y entró, porque ya nos ha quedado claro que no tenía muchas luces6. El interior de la tienda era mucho más amplio de lo que parecía desde fuera. En el centro, sentado en el suelo con las piernas cruzadas y el torso muy recto, había un hombre que la miraba y le apuntaba con una varita mágica5 —o lo que a simple vista, y a falta de alguna demostración que despejara toda duda, parecía una varita mágica—. Alrededor del hombre, que era tan viejo como el padre de Siril, flotaban unas medusas3, como si se dejaran llevar por las corrientes marinas, pero en el aire.
    —¿No pican? —preguntó Siril.
    —Solo cuando quieren entrar —respondió el hombre. Siril no entendió el comentario, pero el hombre de la edad de su padre empezó a reírse—. ¿Lo coges? Solo pican cuando quieren entrar.
    —¿Quién es usted? —interrogó la chiquilla, que ahora le daba por ser cauta. Manda narices.
    —Soy Bobulunga Lurnenio Susurrante. Pero puedes llamarme Bob.
    —¿Y qué es este sitio, Bob?
    —Mi tienda. Tú eres Siril, y ellas son mis mascotas —dijo señalando a las medusas—. Te he visto huir de esas tres cabronas. ¿Tienes problemas con ellas?
    —Yo ninguno, pero ellas parece que tienen muchos problemas conmigo.
    —Estás de suerte, Siril.
    —¿Ah, sí?
    —Síp. ¿Ves ese espejo de ahí?
    —Como para no verlo.
    Para ser sinceros y romper un par de lanzas y un hacha de empuñadura ligeramente fina a favor de Siril, el espejo era grande.
    —Al otro lado del cristal está el reino de la Fantasiasinfin.
    —¿El reino de la fantasía sin fin?
    —No, no, no, de la Fantasiasinfin.
    —No entiendo la diferencia.
    —No tienes que entenderla, es su nombre. ¿Tú te llamas Sir il, o te llamas Siril?
    —Vale, vale.
    —Si cruzas ese espejo dejarás este mundo para siempre, y vivirás cientos de aventuras como guerrera y salvadora de un reino que, para qué negártelo, hija, está hecho unos zorros.
    —¿Estás de coña?
    —Solo cuando no estoy serio. Pero escúchame, mocosa de los cojo… digo Siril… no hay tiempo que perder. El reino de la Fantasiasinfin está en peligro y necesita una salvadora. Si tú no te animas, abandona esta tienda y no vuelvas nunca más (si quieres puedes comprar algo en la tienda que encontrarás antes de salir de la tienda).
    —No puedo irme a otro mundo, mis padres…
    —¡A tus padres se la soplas! ¡Eres un condón roto que no hace más que dar por el culo!
    —¿Cómo?
    —Digo que, aunque te adoran, Siril, podrán vivir sin ti. Se las arreglarán, follarán para tener un bebé que te substituya, quizá le educarán mejor que a ti, y no le dejarán estar enganchado todo el flufing día al móvil. Estarán más por sus estudios, quizá consigan que vaya a la universidad, y quién sabe si será presidente del gobierno, o cualquier otro cargo que le permita robar a la gente pobre.
    —¡De qué vas!
    —¿Preguntas o afirmas?
    —¿Eh?
    —¿Cómo?
    —¡Me estoy liando! —a decir verdad yo también me estoy liando un poco, y ha llegado un punto en el que no tengo claro si habla Bob o Siril, dadme un segundo, que reviso el diálogo… ¡ah, sí! Le toca a Bob.
    —Solo digo que aquí tu vida es anodina.
    —¿Anoqué?
    —¡Que tu vida es un coñazo, fluf!. Al otro lado del cristal podrás matar dragones, orcos, ogros, brujos, osos de peluche robóticos, y un huevo de cosas más.
    —¿Por qué tengo que matar a nadie?
    —Como tener no tienes que hacerlo, eso sí, vas a durar poco. ¿Entonces qué? ¿Te decides de una flufing vez?
    —¿Qué es flufing?
    —Lo que hicieron tus padres hace unos años sin revisar primero el preservativo. También es una palabra que usamos para que no nos censuren el relato. Por lo visto, somos flufidamente mal hablados.
    —¿Ese reino es peligroso?
    —¿No te has enterado de que hay osos de peluche robóticos y un huevo de cosas más? En una escala del cero al diez, siendo cero un paraíso de algodón de azúcar, y diez el puto infierno, diría que el reino de la Fantasiasinfin es un millón, cero arriba, cero abajo. ¿Te animas?
    —Creo que voy a pasar. Me voy a casa.
    Siril abandonó la tienda, sin más, salió a la calle y se alejó de aquella tienda, y de aquel tío zumbado que tenía la edad de su padre. Se fue a casa, abrazó a sus padres, que pensaron «qué habrá hecho ya la flufing niña de los cojones. Qué cruz… a ver si tenemos otro hijo pronto y hacemos mejor las cosas. Cómo me gustaría que gobernara el país…» y luego se fue a la cama. Había vivido demasiadas emociones en las pocas horas que había estado fuera de casa. Un reino mágico… claro, y ella era ton… dejémoslo.
    Siril, a pesar de lo que esperabais cuando habéis empezado a leer la historia, fue todo lo sensata que su cerebro le permitió, que para tenerlo del tamaño de una pasa mordisqueada, era mucho. Vivió una vida anodi… un coñazo de vida. Creció, se sacó el graduado escolar, luego trabajó en algunos sitios que le hacían pensar en arrancarle el corazón a más de una persona usando solo unas pinzas de depilar las cejas, se enamoró varias veces, se desenamoró otras, se reenamoró unas cuantas más, incluso se casó en un par de ocasiones, las mismas que se divorció y un buen día le tocó la lotería. ¡Menudo plot twist de esos! La verdad es que fue toda una suerte, porque Siril no era muy aficionada a ese tipo de juegos, pero un día, una amiga del último trabajo que tuvo, le convenció de que jugara.
    —Es que eso nunca toca —dijo una Siril de cuarenta y nueve años.
    —Que sí, mujer, que a una amiga, de una amiga, del hermano de un amigo de mi amigo, le tocó la lotería y no volvió a trabajar.
    —Cuanta gente… ok, compro un cupón.
    Noches después del bombo empezaron a salir las bolas con los mismos números que ella tenía en su primer y último cupón. Ganó una pasta gansa —cero arriba, cero abajo—, con la que se compró una torre en el campo. Allí se fue a vivir, incluso cumplió los cincuenta, hizo una gran fiesta a la que asistieron todas sus ex, sus padres, su hermano —que estaba pensando seriamente en presentarse a las elecciones generales—, y un tío que no tenía claro si era amigo suyo, o de cualquier otro invitado. Comieron, bebieron, y luego cada cual se fue a su casa. Siril se fue a dormir, con la boca pastosa por el alcohol. A media noche no aguantó más, se levantó de la cama, fue a por un vaso de agua, sin encender la luz, ni calzarse las pantuflas, se dio un golpe en el dedo gordo del pie con el canto de la mesilla de noche y empezó a gritar, a maldecir, a cagarse en los muertos de Zeus —que resultó ser su gato—, saltó a la pata coja, sujetándose el pie dolorido y tuvo la mala suerte de tropezarse con una de las pantuflas que le habrían protegido los dedos rechonchos. Cayó de espaldas por la ventana de la torre, que estaba abierta porque esa noche hacía un calor de cojones, y mientras caía pensó: «¿qué habría sido de mi vida si hubiera cruzado el espejo y hubiera huido al reino de la Fantasiasinfin?»

© M. Floser.

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