Microficción #155

Imagen libre de licencia de: Comfreak.
RECLUTAMIENTO
cenefa2

l fuego de la chimenea chisporroteaba y las volutas desaparecían en el aire, como si fueran transportadas a otra dimensión en la que las volutas de fuego tienen una vida larga, próspera y sin preocupaciones de carácter económico. El humo ascendía por la garganta de ladrillo y salía expulsado al frío ártico, estirándose en el aire con permiso de una noche estrellada que parecía un rostro salpicado de pecas plateadas y muy, muy brillantes. Bajo la bóveda, con las piernas hundidas en la nieve hasta las rodillas, caminaba un hombre vestido de negro, con sombrero negro, bastón negro y todo lo negro que un caminante puede llevar, incluso su ánimo se oscurecía por aquella tormenta nevada que le obligaba a sujetarse el sombrero con una mano enfundada en un guante negro. Caminaba seguro y decidido, o todo lo seguro y decidido que podía andar alguien en un terreno como aquel, sacaba el bastón, lo volvía a clavar en la nieve y entonces avanzaba paso a paso. Su abrigo era largo y de cuero, lo que demostraba a) que no se había preparado demasiado bien para pasear por el Polo Norte y b) que aunque intentara disimular el frío que tenía, el castañeo de sus dientes —todos colmillos de oro— le delataba.
    La puerta de la casa sonó con dos golpes secos, como si alguien hubiera golpeado la madera con una moneda, o con un hueso, o con un bastón, que en realidad fue lo que pasó.
    —¡¿Quién es?! —preguntó una voz grave y profunda, parecida a la que pondría alguien que intentara tener una conversación a cámara súper lenta.
    Nadie respondió, no por falta de educación, sino porque la persona con los colmillos de oro que había al otro lado de la puerta, estaba más preocupada por asegurarse de si se le habían congelado los órganos vitales que por responder a la pregunta.
    La puerta se abrió igualmente y, frente a la figura vestida con abrigo de cuero, se plantó alguien grande, gordo pero de carnes prietas, con barba muy blanca, algodonosa, y ojos muy azules. Tenía la nariz gruesa, roja, y las manos cubiertas de anillos de plata. Los dedos eran gruesos y las manos grandes. Vestía una camisa de leñador con cuadros rojinegros, y un pantalón tejano sujeto a la cintura por un cinturón de piel con hebilla dorada. Los tejanos se metían por la caña de las botas, altas de piel marrón.
    —¿En qué puedo ayudar?
    El de cuero alzó la cabeza, se quitó el sombrero y dejó a la vista una cara angulosa, de nariz afilada, piel grisácea y ojos negros. Parecía un tiburón, pero no lo era. El pelo largo, blanco, le cubría las orejas, excepto por las puntas que sobresalían con sendos aros de oro.
    —¿No reconoces a un viejo amigo cuando lo ves, Xantalau?
    El hombre prieto abrió mucho la boca, y los ojos parecieron no querer ser menos y se abrieron de la misma forma.
    —¡Ho, ho, ho! —rió profundamente—. ¡Gurun, pilluelo! ¡Claro que te reconozco! Pero no te quedes ahí, muchacho, te van a salir estalactitas en la nariz, pasa, pasa, dentro tenemos lumbre.
    Gurun hizo lo que el hombre le pidió, aunque para ser precisos se lo pidió mucho antes su cuerpo entero. Los dedos de sus pies, medio dormidos, querían calor, las yemas de los dedos de las manos querían calor, su nariz quería calor, incluso la pelusilla que empezaba a crecerle bajo esta quería calor. El hombre prieto cerró la puerta y el sonido del viento se extinguió, como si aquel simple trozo de madera constituyese la separación entre dos dimensiones que, siento sinceros, era exactamente lo que constituía.
    —¿Cómo tú por aquí, Gurun? —dijo el hombre de la camisa de cuadros mientras echaba un trozo de leña al fuego de la chimenea y se acercaba a una tetera para servir en una taza un poco de té de canela—. Tómate esto, amigo, en seguida entrarás en calor. Pero siéntate, vamos, vamos, tómatelo y cuéntame qué haces en suelo humano.
    —Gracias, Xantalau —Gurun dio un sorbo al té de canela y sus papilas gustativas empezaron la fiesta, encargaron un DJ y empezaron a bailar tecno, hasta que el té les embriagó tanto que dejaron el tecno para empezar a bailar La Macarena—. Está buenísimo.
    —El truco es echarle las gotas exactas de concentrado de whisky. Pero en serio, Gurun, ¿qué haces aquí?
    —Necesitamos que vuelvas a casa, Xantalau.
    —Yo ya estoy en casa.
    —No, no lo estás. Tu casa es el Reino mágico, Xantalau, no este sitio habitado por primates.
    —Ya no solo hay primates, Gurun, ahora también hay humanos.
    —A los humanos me refería. ¿Cuánto llevas aquí?
    —¿Qué día es hoy?
    —Hoy es el décimo día de Jusan, del año de Furxin.
    —Pues en ese caso llevo en esta tierra unos setecientos años. Más o menos.
    —En ese caso es hora de volver a casa.
    —No te ofendas, Gurun, pero si no ha conseguido convencerme ni tu madre, a la que amaba con locura, ¿cómo pretendes convencerme tú?
    —Con una guerra, Xantalau.
    —¿Una guerra?
    —Los elfos oscuros han regresado y mejor armados que nunca.
    —Siento oír eso, Gurun, pero no es cosa mía.
    —¡Es tu hogar! ¡Tú lo creaste!
    —Y luego lo dejé para que lo cuidarais vosotros. Os dí la oportunidad de seguirme, y algunos elfos que querían una vida pacífica lo hicieron y ahora nos dedicamos a hacer felices a los humanos cada año. Los elfos oscuros son una amenaza de la que ya os avisé en su día, os dí una lista de todos los elfos malos que había en vuestra comunidad y me ignorásteis. ¡Las listas son importantes, Gurun! Ahora vienes, después de más de setecientos años sin dar señales de vida, y me pides que deje este mundo para luchar contra esos seres que se han hecho fuertes por vuestra culpa. Lo siento mucho, Gurun, pero yo decidí no formar parte del Reino mágico con todas sus consecuencias. No libraré esa batalla.
    —¿Prefieres malcriar a esos monos antes que ayudar a tu pueblo?
    —No, Gurun, prefiero ser fiel a mis principios y a mis decisiones, aunque eso signifique que mi viejo amigo, del que yo nunca me olvidé, se enfrente solo a la amenaza de la que yo mismo le avisé. Ahora, si no te importa, tengo un saco de regalos que llenar, y unos renos a los que alimentar. Si quieres pasarte por el taller a ver a tus amigos no te lo impediré, pero te juro que si intentas convencer a alguno de esos muchachos de que se una a ti en esa estúpida guerra, no llegarás a enfrentarte contra los elfos oscuros. ¿Queda claro, Gurun?
    —Cristalino, «Santa Claus».
    —Lo dices como si fuera un insulto, no lo es, es el nombre que adopté al venir aquí.
    —Volveremos a vernos, cuando la guerra sobrepase la barrera mágica y tus preciados monos vean a los elfos oscuros ensartando a sus familias en espadas de hielo.
    —Eso no pasará, Gurun, porque si los elfos oscuros se atreven a poner un pie en la Tierra, estarán atacando a mi mundo, y entonces sí que tendré que tomar partido.
    Gurun miró a Xantalau con intención, aquella última frase le pareció muy interesante. Dejó la taza de té de canela en la mesa, se levantó de la silla e hizo una reverencia a modo de despedida.
    —Entendido, Xantalau, nos volveremos a ver.
    Gurun dio la espalda a Xantalau y se dirigió hacia la puerta.
    —Oye, Gurun —dijo Xantalau a su espalda haciendo que el elfo se girara. Antes de que el de los dientes de oro se diera cuenta, el rostro de Xantalau estaba a escasos milímetros del suyo. Notó una punzada en el vientre, miró hacia abajo y vio que un trozo de hielo se le clavaba en el abdomen, miró por encima de su hombro y comprobó que el hielo le salía por la espalda, como la hoja de un sable hecho de hielo—. Deberías tener cuidado con lo que piensas en mi presencia, parece que se te olvida que puedo leer la mente de los niños malos.
    Xantalau alzó la mano que tenía libre, y en la palma empezó a aparecer una especie de bruma blanca que giraba como un vórtice de niebla muy fría. La bruma se estiró y Xantalau la asió, el humo blanco se empezó a solidificar, se congeló como una burbuja en medio del ártico, y se convirtió en un segundo sable de hielo.
    —No pienso permitir que pongas en peligro a los humanos.
    Gurun abrió mucho los ojos y siguió la hoja del sable que se acercaba peligrosamente a su cuello. El arma atravesó piel, músculos y hueso, e hizo que la cabeza se independizara del cuerpo, cayendo al suelo y rodando hasta los pies de Xantalau. El hombre suspiró, cogió la cabeza de su antiguo amigo y la lanzó a la chimenea, donde ardió y se derritió como una figura de cera, solo que rellena de calavera blanca.
    —Idiota —Xantalau se sentó en su sillón favorito, miró la taza de té de canela medio llena, y se la llevó a los labios—, ni siquiera se ha terminado el té.

© M. Floser.

2 comentarios en “Microficción #155

    • ¡Muchísimas gracias, Olga! Siento haber tardado en responderte, han sido unos días de locos. Me alegra muchísimo que te haya gustado, creo que me fui un poco por las ramas, pero si te ha gustado lo celebro. ^^

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