Microficción #152

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PASO A PASO
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Como todos los días desde que empezó en aquel maldito trabajo, la Muerte se disponía a volver a casa. Había sido una jornada especialmente larga y ya no era tan joven como los últimos millones de años. Había cambiado la guadaña por un bastón y sentía las punzadas de dolor propias de la edad en todos los huesos de su cuerpo y, teniendo en cuenta que hablamos de un esqueleto andante, podríamos decir que la Muerte era, a demás de la Parca, una unidad móvil de dolor óseo. Las escaleras se habían convertido en su peor enemigo y su mayor anhelo había pasado a ser que sus clientes —como a ella le gustaba llamarlos— no fueran demasiado ruidosos y quejicas. No tenía paciencia para esas tonterías, nunca la había tenido, pero ahora directamente prefería estar en cualquier sitio en vez de escuchando a humanos muertos llorando y quejándose de que ella se les presentara.
    Pero su turno había terminado y, para la edad que tenía, había segado una cantidad sorprendente de almas. Ahora no se podía permitir el lujo de dejar que los humanos corretearan, jugar con ellos y darles la falsa esperanza de que podían huir de ella. No podía correr y lo de desvanecerse y aparecer delante de sus clientes para cortarles el paso, requería un movimiento de cadera que ya no podía hacer sin retorcerse de dolor durante una semana entera. Su sistema de segar era distinto, había tenido que aprender a ser más rápida, terminar el trabajo deprisa y, aunque muchos muertos se quejaban del pésimo servicio de siega de almas que la Muerte les había proporcionado, ella volvía a casa cada día con todos los huesos más o menos en su sitio, aunque con la extraña sensación de que en cualquier momento fueran a estallar uno por uno.
    La Muerte miró la bolsa que llevaba en la mano derecha y pensó que, en momentos como aquel, echaba de menos tener una lengua y unos labios, porque aquel pastel que había cogido de la pastelería de su última clienta, era merecedor de lamérselos impaciente.
    Subió los escalones, con menos agilidad que la que hubiera deseado, agarrándose a la barandilla, haciendo que los huesos de la mano resonaran en el acero inoxidable, como si estuviera golpeando la barra con un trozo de madera, y se resignó pensando que en unos treinta minutos estaría en casa, tranquila, con su pastel, su sofá, su manta, y una noche entera para hacer un buen maratón de Netflix. ¿Qué más se le puede pedir a la vida eterna?

© M. Floser.

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