

Los tacones resonaban en el suelo mojado del callejón. La luz de la luna parecía no caber entre los edificios y la oscuridad solo se rompía por los neones de los carteles de los comercios nocturnos. La mujer, vestida con una gabardina negra que le llegaba hasta las espinillas, enfundadas en medias de color café, una falda negra de tubo que se estrechaba hacia el final, a la altura de las rodillas, y una camisa blanca que metía por encima de la falda, se acercó a una silueta recortada por la penumbra.
—Llegas tarde —dijo la voz de la silueta. Era una voz afónica que se agravaba más por el intento fallido de susurro.
—Yo nunca llego tarde —respondió la mujer con una voz cortante, tan fría que parecía que sus cuerdas vocales pudieran resfriarse por el contacto gélido de aquel sonido—, llego exactamente cuando llego. ¿Has traído la mercancía?
La silueta rebuscó dentro de algo que no podía distinguirse, un objeto grande que se mezclaba en la masa negra en la que la oscuridad convertía a la figura. Cogió algo, tiró de él y se lo ácercó a la mujer.
—Aquí tienes. ¿El dinero?
La mujer se llevó la mano al interior de la gabardina, sacó un sobre de un bolsillo oculto y se lo acercó a la figura en sombras. La otra presencia le colocó un paquete en la mano a la mujer y ella hizo lo mismo con el sobre, ninguna soltó su posesión, como si estuvieran esperando a que alguien les ordenara que lo hicieran. Por fin, tras unos momentos en los que se miraban a unos ojos que en realidad no podían ver por la escasez de luz, soltaron. La mujer se quedó con el paquete, y la silueta se quedó con el sobre.
—¿No vas a contarlo? —preguntó la mujer.
—No hace falta, seguro que está todo. Sabes qué pasaría si no fuera así, ¿verdad? —era una pregunta retórica—. ¿Para qué quieres eso?
—Eso no es asunto tuyo.
La mujer se dio la vuelta y se alejó de la silueta. Caminó hacia la luz de la calle principal, se acercó a la puerta deslizante del hotel en el que se hospedaba y se perdió entre clientes y empleados. La silueta se quedó un rato quieta y luego se largó de allí.
La mujer subió a su habitación, llevaba el paquete bajo el brazo, acomodado en la axila. Era alargado y el papel marrón pretendía formar un cilindro, solo que parecía más bien un churro. Metió la tarjeta en la ranura que había junto al pomo de la puerta de su habitación y esperó a que sonara el «¡clac!» que desbloqueaba la cerradura. Entró, cerró la puerta tras ella y se quitó la gabardina. Se movía con gracia, de forma elegante. Puso el paquete sobre la cama y se sentó en el colchón. El paquete estaba atado con cuerda negra. Deshizo el nudo, desenrolló la cuerda y abrió el paquete. Dentro había lo que parecía un cono, puntiagudo y con estrías que describían una espiral que se estrechaba hacia la punta. La mujer cogió el objeto y, al hacerlo, este emitió un brillo multicolor. Sonó el teléfono y la mujer, ensimismada con el objeto que sostenía en la mano, se sobresaltó.
—¿Diga? —dijo cuando sacó el móvil del bolsillo de su falda, abrió la tapa y pulsó el botón verde—. Sí, señora, lo tengo. Así es. Desde luego. Sí, señora, es el auténtico. Sí. Sí. Exacto, señora. No creo que nadie se atreva a buscarlo, señora. Así es. Ahá. Se lo llevaré encantada, señora. Sí. Sí, señora. A las diez en punto, de acuerdo. Señora… ¿puedo preguntarle algo? Gracias, señora. ¿Para qué necesita el cuerno de unicornio? Tiene razón, señora. Disculpe mi indiscreción. De acuerdo, señora. Nos vemos mañana. Buenas no…
La llamada se cortó y la mujer se quedó con el teléfono en la cara, escuchando por el auricular el tono intermitente de la llamada cortada. Suspiró, miró de nuevo el cuerno de unicornio que sostenía en la mano y se preguntó si no sería mejor idea apuñalar a esa puta con él y quedárselo. No sabía para qué servía pero, ¿no están para eso los libros? Puso los ojos en blanco, envolvió el cuerno de nuevo y lo metió en la caja fuerte de la habitación, oculta en el fondo falso del armario. Volvió a suspirar mientras se desnudaba dirección al baño. Una buena ducha le quitaría ciertas ideas de la cabeza. ■
© M. Floser.