

Una noche como cualquier otra en el sector Kurn: el tercer sol brillaba en un cielo despejado de gas tóxico. En una colina de piedra roja como los excrementos de un hufin con indigestión, se alzaba el mayor centro comercial de todo el sector. Con una altura de siete mil guls, el edicificio ocupaba la friolera de cuatro jurecs o, lo que es lo mismo, ocupaba tanto espacio como ocho estadios de balón invasor. En él se podía comprar prácticamente de todo: desde ropa en sus nueve plantas de moda kurneliana, hasta mercurio, pasando por animales exóticos disecados y armamento militar. Por no mencionar los cupcakes, un manjar cuya receta aprendieron en un planeta lejano colonizado por una especie inferior y primitiva, pero a la que se le daba muy bien hacer cosas sabrosas.
Dentro del centro comercial, cerrado ya al público, hacía la ronda el viejo Fusufructo, un kurneliano en edad de jubilación que prefería seguir trabajando unos años más, para poder seguir llenando la hucha con forma de burb cachorro que guardaba en el fondo del cesto de los calzoncillos usados. Su intención era poder ahorrar lo máximo posible para pagarse un viaje a la otra punta del planeta. Llevaba años fantaseando con aquella aventura: dejaría de tostarse bajo el calor abrasador del tercer sol, para tumbarse en una hamaca cerca de la orilla del mundo y tostarse bajo el calor abrasador del segundo sol. Incluso podría conocer a alguien y ponerse crema solar el uno al otro. ¡Eso sí que tenía pinta de ser una buena vida!
No era un mal partido: tenía buenos modales, era un kurneliano culto, responsable, con una hucha con la forma de un bubr cachorro llena de dinero hasta las membranas de porcelana y, por encima de todo, nunca dejaba que sus citas muriesen intoxicadas por los gases. Era algo que su padre, Pulustencio, le explicó antes de encerrarse en una crisálida y salir de ella unas semanas después convertido en un precioso espécimen de kurneliano anciano con alas de color verde pimiento italiano, que murió segundos después al verse atraído por la luz de un radiador anti-insectos, que la familia tenía colgado cerca de la ventana para que no entrasen las malditas gurlas venenosas. Una muerte trágica que dejó dos lecciones: la primera era la relacionada con los gases tóxicos y las citas, y la segunda tenía que ver con tirar a la basura ese radiador que ya se había cobrado la vida de varias generaciones.
Fusufructo bajaba las escaleras mecánicas que iban del decimoquinto piso, «armas pesadas, espadas milenarias y ambientadores de armario», al decimocuarto piso, «libros, películas, música y “auténticas bombas caseras”». Bajaba silbando una canción, solo que no emitía ninguna nota porque en cuestiones de silbidos, Fusufructo era un completo negado, y lo único que conseguía era una serie de suaves pedorretas rítmicas que expulsaban perdigones de saliva como si sus labios fueran una de las ametralladoras que se encontraban en el piso vigésimo tercero, «ametralladoras, escafandras y calcetines blancos». El silbido pedorretil no se detuvo en seco porque se detuvo en húmedo, cortado por un ruido estridente, algo como: «¡crash! ¡cataclanc! ¡Ay, qué daño, a ver si tienes cuidado, Musuliano, que casi me tiras el hacha en los pies! ¡Si mirases por donde pisas, Guskunfredo, no se te caería nada en los pies! ¡Siempre estamos igual, Musuliano, echándome las culpas de todo, se lo voy a decir a mamá! ¡Y yo le diré que en vez de ayudarme a robar las hachas tú te has pasado todo el golpe preguntándome en qué piso tienen los cupcakes! ¡No serás capaz! ¡Ponme a prueba!» Un sonido que ciertamente puso al guardia Fusufructo en guardia, preparado para hacer lo que mejor sabía hacer alguien tan culto como él: preguntar.
—¡¿Quién anda ahí?!
La voz de Fusufructo, temblorosa y aguda, pilló desprevenido al ruido estridente que se quedó callado un momento. Luego se escucharon unos sonidos mucho más leves, algo como «¡shhh! ¡Nos han pillado, Guskunfredo! ¡Todo por tu culpa! ¡¿Por mi culpa?! ¡Perdona que te diga que el que me ha tirado las hachas encima has sido tú, Musuliano!»
—¡¿Quién anda ahí?! —preguntó de nuevo Fusufructo que, en cuestiones de esperar respuestas era muy paciente.
De nuevo el ruido estridente, ahora más leve, se quedó en silencio. El ruido se encogió de hombros y se dejó llevar por la situación.
—¿Nadie…?
Fusufructo, que ya se había apeado de las escaleras mecánicas y tenía la mano en la linterna que llevaba en el cinturón, se desinfló, soltó todo el aire que el miedo le había pedido que contuviera y sonrió.
—¡Menudo susto me he pegado! Por un momento he pensado que dos ladrones se habían colado en el centro comercial y estaban robando armas y quizá algún que otro cupcake…
Dicho aquello, Fusufructo volvió a silbar con pedorretas rítmicas, se alejó y siguió con su ronda, porque en cuestiones de respuestas, Fusufructo era un kurneliano confiado. ■
© M. Floser.