

La lluvia caía sobre la pequeña casa de madera, solo sobre la casa de madera, como si dispusiera de su propio y exclusivo nimboestrato que descargara sobre el tejado picudo todo el agua evaporada del suelo. Dentro de la cabaña, iluminada por la luz anaranjada que emitía la estufa halógena que descansaba en el centro de la estancia, un grupo de personas rodeaba una mesa de madera maciza y miraba una cajita de plomo que había justo en la mitad de la superficie. Todo el mundo se mantenía a una distancia prudencial de la caja, y la miraba con desconfianza, como si en cualquier momento el recipiente les fuera a intentar encuestar sobre la calidad del agua corriente de sus hogares.
La tensión se podía cortar con motosierra, si a alguno de los presentes se le hubiera ocurrido llevar una a aquella reunión. El agua de la lluvia golpeaba con furia el techo y su repiqueteo era lo único que se escuchaba, hasta que una mujer mayor, bajita, con un jersey de lana negro y una falda tableada que llegaba hasta el suelo y le ocultaba los pies, habló con la voz insolente de algunas ancianas que te piden descaradamente que te levantes para dejarlas sentar en el metro.
—¡¿A qué esperáis para destruirla?!
La mujer tenía el pelo blanco como el azúcar glas, y muy liso. Lo llevaba sujeto con dos coletas que le caían por encima de los pechos. Tenía los ojos tan cerrados que parecía que alguien le hubiera hecho una broma de mal gusto en la que se hubiera visto involucrado un pote de pegamento de contacto. Sus labios, finos y surcados por docenas de arrugas, estaban pintados de un color salmorejo. Tenía la piel muy pálida y los pelos que sobresalían de sus orejas y sus fosas nasales eran extremadamente oscuros.
—Si rompemos la caja podríamos liberarle, Nat’hal. Es muy arriesgado.
La que habló fue una joven con muchas agallas y poca paciencia. Tenía la espalda apoyada en la pared y los brazos cruzados. Miraba a la vieja con cansancio, con unos ojos marrones resaltados por unas pestañas espesas. Una constelación de pecas le cubría el rostro rosado y en la aleta izquierda de su nariz alargada y ancha llevaba un aro negro, muy fino. No tenía pelo y la cabeza la llevaba cubierta con un pañuelo negro ajustado con un nudo que dejaba dos extremos largos y puntiagudos de tela cayendo pesadamente por su espalda. Llevaba una camiseta negra con el emblema ilustrado de Wonder Woman en el pecho. Los tejanos, desgastados y con rotos en las rodillas que ya estaban ahí cuando compró la prenda en la tienda, se metían en unas botas negras con puntera de hierro.
—¿Entonces qué hacemos? —la tercera voz pertenecía a la cabeza derecha de un hombre alto, gordo, ataviado con un abrigo marrón muy pesado, abrochado, que solo dejaba ver sus espinillas, enfundadas en un pantalón color marrón y unas deportivas blancas que pretendían ser una imitación fiel pero cuyo logo tenía letras de más y colores de menos. La cabeza izquierda, calva como la bola de cristal de una pitonisa de pacotilla, miraba de reojo (porque no podía mirarla de otra forma por la escasa separación cuellil que había entre ambas) a la que acababa de hablar. Esta tenía un pelo muy rubio peinado con un tupé que ya estaba pasado de moda cuando la gente se empeñaba en decir que estaba de moda—. No podemos hacer como si no la hubiéramos encontrado. ¿Verdad, Pekri?
—Estoy de acuerdo con mi hermano —dijo esta vez la cabeza calva. A diferencia de su hermano, que tenía un bigote muy negro que dejaba claro que su tupé era teñido, él no tenía ni un solo pelo en su cara, ni cejas, ni pestañas, ni pelos nasales, ni nada. Tenía los ojos azules, no como su hermano que los tenía verdes, y sus dientes estaban perfectamente alineados y se preguntaba a menudo por qué su hermano los tenía como si se los hubiera colocado un epiléptico—. Podríamos lanzarla a un volcán.
El grupo se le quedó mirando con las bocas muy abiertas —incluso aquellos miembros que tenían bocas en distintas partes de su cuerpo—, tardaron un poco en volver a hablar y, cuando lo hicieron, actuaron como si Pekri no hubiera dicho nada. Fue un niño que debía tener unos diez años, con una voz que debía tener unos ochenta.
—Propongo que lancemos un hechizo contra la caja y la ocultemos en la Dimensión vacía.
Algunas personas asintieron y murmuraron de forma aprovativa, como si alguien acabara de proponer por primera vez añadirle cebolla a la tortilla de patatas. El niño, que tenía el pelo naranja y los ojos amarillos, sonrió mostrando una dentadura repleta de caninos.
—No podemos hacer eso —dijo la chica del pañuelo en la cabeza, rompiendo la burbuja de aprovación en la que el niño de la voz de viejo se había empezado a meter.
—¿Por qué no? —preguntó un anciano que solo tenía pelo en las sienes y en la nuca, pero que era largo y algodonoso. Tenía los ojos completamente negros, sin pupila ni iris, y su voz sonaba como si alguien acabara de lanzar un plato a un triturador de basura.
—Porque la Dimensión vacía no es un vertedero, Vitir. Porque no sabemos si la caja se abriría al lanzarla contra la brecha que creáramos, y porque dentro de la caja no hay un par de bolígrafos y una grapadora, hay un demonio. Estamos hablando de Pafaz, ¿se os ha olvidado?
Los rostros del grupo se surcaron por una vergüenza parecida a la que se siente cuando se te escapa una ventosidad dentro de la piscina y las burbujas que suben a la superficie te delatan. Se quedaron callados un momento más, mirando a la caja. Parecía que aquella cosa pudiera devolverles la mirada a todos. La joven del pañuelo fue más allá de la tapa de la caja, se imaginó el ser que habitaba dentro. Se imaginó la calavera de Pafaz, envuelta en llamas azules. Se la imaginó suelta, flotando por el mundo, controlando con sus poderes a toda la humanidad, a todos los magos, los elfos, los orcos y los dragones, a las brujas, a los vampiros, a los unicornios, incluso a los funcionarios. Sintió un escalofrío y volvió en sí. Si no hacían algo el mundo se iría al carajo. Suspiró y todo el mundo la miró con la esperanza de que se le hubiera ocurrido un plan genial. Ella hizo un gesto con la mano, dejando claro que solo era un suspiro, que no se emocionaran tan fácilmente, y volvió a concentrarse en la caja. Maldita la hora en la que decidieron entrar en aquella casa regada por su propia nube. Maldita la hora en la que alguien se dio cuenta de que la puerta no estaba cerrada con llave. Maldita la hora en la que organizaron aquella excursión grupal para limar asperezas. Si Pafaz quedaba libre, sus asperezas serían lo menos importante del mundo. ■
© M. Floser.