Microficción #145

CASI MUERTO

cenefa2

Había una vez una persona a la que alguien decidió matar. No se puede decir que esa persona hiciera muchos méritos para que los demás la quisieran viva, tampoco se puede decir que la lista de voluntarios para matarla fuera corta, así que mejor no diremos ninguna de las dos cosas. Diremos que al morir dejó un pantalón tirado en el respaldo de una silla, una camisa abierta y arrugada en el suelo, y una mancha de sangre del tamaño de La Gioconda en las sábanas de una cama que no era la suya. Dejó también a una mujer gritando a su lado, manchada de sangre, horrorizada, a la que conocía intimamente y que en aquel momento solo podía mirar la pistola que su marido tenía en la mano, con una fina columna de humo saliendo del cañón. Tranquilos, ella no murió, pero tuvo que buscar a otro mafioso al que ponerle los cuernos.
    Podríamos dejar esta historia aquí, hacernos a la idea de que el protagonista era un ser despreciable que se merecía morir, llamar al Foster’s Hollywood y pedir una de nachos san Fernando con guacamole y una hamburguesa Tribeca con la carne al punto, abrir una cerveza fría y poner la tele para ver si algún otro ministro ha dimitido en las últimas horas por defraudar a Hacienda en el pasado. Podríamos pensar que el karma ha vuelto a hacer de las suyas y que el mundo es un poco más seguro ahora, que donde las dan las toman y todas esas tonterías, pero lo cierto es que la historia no termina aquí.
    Quien dijo que no hay nada más allá de la muerte posiblemente no había estado tumbado en una camilla de la morgue, con una bala alojada en la frente. No había abierto los ojos, como el que se despierta de una siesta provocada por ese cóctel de pastillas, coca y Bacardi que se tomó la noche anterior: con una resaca de la leche y una mala hostia de cojones. Es posible que el que dijo que no había nada más allá de la muerte no hubiera regresado a la vida, porque de ser así, cabe pensar que habría tenido la decencia de tragarse sus palabras, y habría dicho algo así como «no os vais a creer lo que me ha pasado…» y aunque al principio nadie le creería, a la larga la necrosis de sus ojos, el olor asqueroso de su aliento, la palidez de su piel y la etiqueta del dedo gordo del pie con sus datos, habría acabado convenciendo a todo el mundo. Sí que hay algo más allá de la muerte, pero eso es como todo, a algunos les toca, y otros no. Al amigo de la bala en la frente le tocó, y aunque no estaba muerto, tampoco sería correcto decir que estaba vivo. Así que, una vez más, no diremos nada y dejaremos que la historia fluya.
    Lo malo de volver a la vida es que cuando vuelves te acuerdas de tu muerte, así que reza para que, si algún día la rueda de la fortuna te elige para volver del otro barrio, tu muerte no haya sido demasiado traumática, dolorosa o ridícula. Intenta no morir mientras echas un polvo, no querrás que la primera imagen que te venga a la mente al revivir sea la de tu cara de imbécil en pleno extasis de placer surcada de repente por la punzada de dolor que te dice tres palabras antes de morir: «ataque al corazón». Pero eso ya es una elección tuya. Luego no digas que no te he avisado.
    En el caso de nuestro protagonista, lo que recordaba era más o menos parecido al último ejemplo. Recordaba la piel suave de aquella mujer, la excitación de su cuerpo y la excitación extra de saber que aquel placer que estaba sintiendo era peligroso y prohibido. Recordaba el chasquido tan reconocible de un arma cargada y recordaba haber saltado de encima de la mujer para sentarse a su lado en la cama, mirar a los ojos del marido, su jefe, el jefe de muchos criminales, y recordaba, por encima de todo, la torpeza de sus siguientes palabras: «no es lo que parece, jefe». ¿No os duele como si alguien os lo acabara de soltar a la cara? Era inevitable que el dedo índice empujara el gatillo hasta que la bala, girando sobre sí misma, saliera del cañón para meterse en la cabeza del prota. Así que imaginaos la situación: sentado en una camilla de la morgue, completamente desnudo, con esa etiqueta en el dedo gordo del pie que parece la de un tarje nuevo colgado en la percha de una tienda de ropa, con un agujero en la frente y sintiéndose el más idiota del mundo por dejar que aquel viejo gordo se le acerque por la espalda sin que se diera cuenta. De poco serviría intentar consolarlo diciéndole cosas como: «quién iba a prestarle atención a la puerta del dormitorio mientras esa mujer te besaba los labios y el cuello, y te…» bueno, lo que fuera que le estuviera haciendo. No serviría porque cuando uno se despierta de la muerte después de ser asesinado, por muy justificado que esté ese asesinato y por muy hijo de puta que tú seas, solo piensa en una cosa: venganza. ¿Y cómo se venga alguien que acaba de regresar de entre los muertos? Como cualquier difunto hijo de vecino que se precie: colándose en la casa de su asesino mientras duerme, mirándole un segundo a los ojos cerrados, analizando cada poro de su piel, la baba cayéndole por la comisura de la boca, y arrancándole la yugular de un mordisco. La muerte no es inmediata, hay un pequeño espacio de tiempo mágico en el que tu víctima, con la mano en el cuello, te mira confuso porque deberías estar muerto. No puede hablar, la sangre le inunda la boca, pero te lo dice todo con los ojos, dice tu nombre entre signos de interrogación y luego exclama que no puede ser. Todo en unos cuantos segundos poéticos que acaban con el del mordisco muerto en su cama con los ojos muy abiertos y la sangre cayéndole a chorro sobre la misma cama en la que horas antes te acostabas con su mujer. ¿Verdad que el ciclo de la vida es hermoso?

© M. Floser.

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