Microficciones #129

•PORCIONES•

Le sirvió otra porción de tarta, el relleno rezumó y cayó sobre el mantel. No le importó, él no era de esas personas que se escandalizaban por una manchita de nada. Su invitada, una mujer mayor, de unos ochenta años, con el pelo completamente blanco y cardado, cogió un trozo de la porción con el pequeño tenedor, y se lo metió en la boca. Sus ojos se pusieron en blanco por el placer, y se relamió los labios pintados de rojo, surcados por arrugas finas que parecían cortes.
    —¿Le gusta, madame? —preguntó el hombre, sentado en la silla que había frente a la mujer, en el lado contrario de la mesa. La mujer no habló, porque una dama jamás habla con la boca llena, pero asintió e hizo un sonido de aprobación—. Me alegra enormemente.
    —¿Usted no come? —preguntó ella con un acento francés muy marcado, había tragado el trozo de pastel y estaba ocupada cogiendo otro para llevárselo a la boca.
    —No, por desgracia mi tolerancia a los dulces es reducida. Pero no se preocupe, gozo más viéndola comer y disfrutar de ello.
    —Es usted un cocinero fantástico, amigo mío. Me sorprende que alguien tan joven sea capaz de hacer algo como esto.
    —No soy tan joven, madame, en mi vida he aprendido a hacer muchas cosas, una de ellas fue la repostería. Verá, es curioso como un pastel exquisito atrae a la gente sea de la edad y el género que sea. Facilita mucho las cosas, ¿sabe?
    —¿Qué cosas?
    —Antes tenía que ir por las calles, estudiando a las personas que me parecían interesantes. Ahora solo tengo que saber qué tipo de dulce le gusta, hacerlo, e invitarle a merendar. No siempre funciona, por descontado, algunas personas son más… desconfiadas que otras. Pero en general la gente no suele resistirse a un bocado dulce —el hombre tenía los dedos entrelazados delante de la cara, se sentaba cómodamente, reposando la espalda en el respaldo de la silla y miraba con unos ojos salvajes a la mujer, que seguía atacando al pedazo de pastel—. Debo reconocerle que a usted no la esperaba, en realidad hoy ya he recibido una visita, y ese pastel pensaba dejarlo reposar para mi visita de mañana. Pero bueno, ¿qué es la vida sin sorpresas? Me encanta verla disfrutar, ¿quiere otro pedazo?
    —No debería, ya es la segunda porción.
    —¡Tonterías! Ya sabe lo que dicen, madame: no hay dos sin tres. Tome, no se corte, el pastel está hecho para ser comido y disfrutado.
    El hombre le sirvió la tercera porción de pastel y se levantó. Se acercó a una mesilla de latón en la que había una hermosa jarra de cristal craquelado con un líquido cobrizo y dos vasos boca abajo, le dio la vuelta a uno de los vasos, abrió la jarra y vertió un poco de líquido en el vaso. Se lo llevó a la nariz, olió y luego se metió el licor en la boca de golpe. La mujer seguía comiendo cuando el hombre dejó el vaso en la mesilla de latón y se acercó a ella por detrás. Le puso las manos en los hombros y empezó a masajeárselos.
    —¡Señor! ¿Qué está haciendo? —la mujer se sintió un poco incómoda, pero no demasiado, solo por la situación y lo impropio de la misma, pero que un hombre apuesto y joven como aquel la tocara le producía un cosquilleo en la boca del estómago y le aceleraba la respiración—, es usted demasiado joven, podría ser mi hijo —gimió de forma involuntaria cuando las manos del hombre se introdujeron por el cuello del vestido floreado de la mujer y apretaron sus pechos—, por Dios, señor, no esperaba algo así —la respiración se aceleró incluso antes de sentir los labios del hombre en su cuello—, es usted demasiado —gimió de placer, como hacía años que no gemía—… joven…
    —No, madame la que es demasiado joven es usted.
    La mujer abrió los ojos, la voz de su anfitrión había cambiado, se había vuelto grave y ordinaria, sin el acento encantador que había utilizado durante toda la velada. Al abrir los ojos, la mujer se vio reflejada en el cuchillo con el que el hombre había cortado los pedazos de pastel, estaba apoyado en el dulce y proyectaba la cara de excitación y confusión de aquella pobre mujer. Se fijó en el hombre, detrás de ella, besándole el cuello y tocando sus pechos por dentro del vestido, pero en el cuchillo no había nadie más que ella.
    —Demasiado joven, madame.
    A continuación la cara de la mujer se contrajo en una mueca de dolor al notar como algo se clavaba en su cuello. El hombre la había mordido y estaba succionando su sangre. No sintió miedo, no sintió nada más que placer, como si aquel contacto, aquel acto salvaje fuera una experiencia más excitante y placentera que el propio sexo. No sabía qué le ocurría, desde el momento en el que notó el mordisco había dejado de ser ella, su mente estaba nublada, llena de pensamientos extraños que iban desde el deseo, hasta las ganas de matar a alguien, a quien fuera.
    El hombre se apartó del cuello de la mujer, sacó sus manos del vestido y quedó de pie, con la cara llena de sangre. En su boca los colmillos se habían estirado y afilado, y le impedían cerrar la boca. Miró a la mujer, que tenía la mirada perdida en alguna parte que nadie más que ella habría sabido decir, si su mente no hubiera perdido todo contacto con la realidad. Así funcionaba el mordisco de un vampiro. Ahora tenía que deshacerse del cuerpo y esperar a su siguiente invitado. Aquel día había comido dos veces, quizá lo mejor sería dormir un poco, no hay que abusar de la sangre, es demasiado energética.

© M. Floser.

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