Microficciones #128

•OESTE•

Se despertó tras la barra, tirado en el suelo, rodeado de cristales y de licores que se mezclaban creando un olor desagradable. Cerca de él, de pie, había un hombre grande. Desde el suelo no podía verle la parte superior del cuerpo, estaba encorvado hacia delante, apoyado en la barra. El hombre se levantó del suelo, con un terrible dolor de cabeza. Se mareó un instante, luego se fijó en la taberna. El hombre de la barra estaba muerto, tenía la cabeza ensangrentada, y el líquido rojo se desparramaba por la barra y caía por los bordes. El camarero tenía las manos clavadas a la madera, con dos puñales que habían penetrado hasta el retén. Al otro lado del mostrador reinaba el caos: las mesas y las sillas se esparcían por el suelo, reducidas a astillas, y los cadáveres formaban una alfombra sanguinolenta de cuerpos y miembros amputados. Había un hombre sentado a la pianola, la banqueta estaba retirada del instrumento, y el músico caía hacia delante con la cara contraída apoyada sobre las teclas. Los brazos caían flácidos y las manos, separadas de sus antebrazos, estaban en el suelo, en un charco de sangre. Más allá, en un pequeño escenario que formaba una media luna, se encontraba la bailarina, pero no había ni rastro de su cabeza.
    El hombre vomitó sobre la amalgama de licores, y el vómito salpicó los zapatos del camarero muerto.
    Salió de la barra y, al hacerlo, notó que algo desagradable era aplastado por su bota. Alzó la pierna con un mal presentimiento y, en efecto, las náuseas volvieron al ver un ojo sin dueño chafado y pegado a la suela de su calzado. No vomitó en seguida, su estómago aguantó unos segundos, lo justo y necesario para que el hombre se quitara el ojo pegado frotando la suela con lo primero que vio cerca: la cabeza calva de un cadáver al que le faltaba un ojo, el dueño. El nuevo vómito cayó justo en la boca abierta de otro cadáver, y aquello no ayudó a que las arcadas y el fluido cesaran.
    Cuando se recuperó siguió andando, cuidando bien cada paso, con el cuerpo atravesado por escalofríos. Esquivó a una mujer rolliza que estaba en parte boca abajo, y en parte boca arriba. Sus grandes pechos se aplastaban contra el suelo bajo el peso de su cuerpo, pero su cabeza, con el cuello retorcido, miraba al techo con los ojos muy abiertos. Por fin llegó a las puertas abatibles, completamente llenas de sangre, las abrió y salió a la hiriente luz del sol. La intensa iluminación le cegó unos segundos, pero cuando sus ojos se acostumbraron al exterior sintió que habría deseado seguir al otro lado de la barra. Todo el pueblo estaba lleno de cadáveres. Cuerpos decapitados, tirados por el suelo, atravesando ventanas, sumergidos de cintura para arriba en los abrevaderos, ahorcados y, en algún que otro caso, partidos exactamente por la mitad. Los únicos que quedaban ilesos eran los caballos, que seguían atados a los amarraderos, relinchando y bufando incómodos por la situación.
    El hombre se dirigió al centro de la calle, giró sobre sí mismo y, antes de que se volviera a desmayar, un objeto gigantesco eclipsó el sol y sumió la calle entera en sombras. Era un disco metálico del tamaño de todo el pueblo. Unas luces parpadeantes se movían por toda la circunferencia del disco que levitaba sobre la cabeza del hombre. Se cayó al suelo, asustado, agotado, perturbado, y, antes de que quedara completamente tumbado, algo salió disparado del disco: una luz verde que impactó de pleno en el pecho del hombre, atravesándolo y dejando un enorme agujero por el que podían verse los músculos, los huesos y pedazos de carne que caían. Quedó tumbado, el suelo se llenó de sangre y el disco se alejó a toda velocidad, ascendiendo hacia las nubes, dejando aquel pueblo completamente desolado, habitado por muertos a los que el tiempo se encargaría de pudrir, y las ratas y los gusanos de reducirlos a huesos.

Dedicado a @Nissa_Audun.

© M. Floser.

4 comentarios en “Microficciones #128

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