Todo el mundo se lo quedó mirando, extrañados por la petición. De todas las cosas que podía pedir, el preso deseó una simple ensalada para su última cena. No una ensalada con bastones de pan, queso de cabra, tomate caramelizado y otras delicias, solo una ensalada verde con nueces, un aliño sencillo de aceite y vinagre, sin sal, nunca le ha gustado la ensalada con sal, le resta sabor al resto de ingredientes. Para beber no quiso vino, ni un refresco azucarado con gas, solo agua, a poder ser del grifo. Esas fueron sus palabras textuales, «a poder ser del grifo».
    Le sirvieron la ensalada verde con el vaso de agua, y se la comió sin más, masticando bien las hojas de lechuga y los pedazos de nuez, mirando al frente, fijando la vista en la pared repleta de garabatos marcados en el hormigón. Cuando hubo terminado la ensalada se limpió la boca con una servilleta de papel y se bebió el vaso de agua. Suspiró, se volvió a tumbar en la litera, puso las manos, con los dedos entrelazados, bajo la nuca y se durmió.
    Al día siguiente, el día de la ejecución, los carceleros fueron a buscarle a la celda, llamándole por su número identificativo con desprecio. Cuando llegaron a los barrotes lo encontraron muerto, con la cara hinchada, la lengua hinchada y completamente morado. Había muerto de madrugada por una reacción alérgica a las nueces. Sus vías respiratorias se habían obstruido.
    Los carceleros enfurecieron, no sabían que aquel idiota era alérgico a los frutos secos. Él sí que lo sabía, no pensaba dejar que nadie más que él mismo decidiera cómo iba a morir. ■

© M. Floser.