Microficción #118

•ASUNTO ZANJADO•

El cómo Peter W. Francis se convirtió en la supernova que puso fin a la existencia de la Tierra es una pregunta a la que solo unos pocos podemos dar respuesta. Hay que decir, ante todo, que Peter siempre fue una persona temperamental. Si bien no es un motivo definitivo para transformarse en una explosión estelar, puede ser un buen principio.
    La «W» del nombre de Peter corresponde a Williams, aunque este es un dato meramente informativo y, si me lo permiten, añadiré que es divertido que una persona tenga tres nombres, pues Francis en este caso actúa como apellido tratándose claramente de un nombre. Este dato, que también podría ser un simple apunte ilustrativo, sirve para entender la tediosa existencia de nuestro amigo. ¿Se imaginan las burlas que tuvo que sufrir desde que fuera un crío? Eso, amigos míos, me temo que empieza a ser un buen desencadenante.
    La vida de Peter se podría resumir de una forma simple y nada grandilocuente, diciendo, sin más, que fue una vida miserable. Una vida de tostadas quemadas o caídas al suelo por el lado de la mantequilla, de galletas blandas y magdalenas duras, de coches pasando a toda velocidad por encima de los charcos, de días de lluvia en pleno julio, de mujeres queriéndole como a un hermano, de puertas de trenes que se cerraban justo cuando él iba a subirse, de gente acercándose a preguntarle cosas mientras escuchaba música por los auriculares, de lectores indiscretos fijando sus ojos en las páginas del libro que estuviera leyendo por encima de su hombro, de preciosas jóvenes que parecían sonreírle a él, sentadas en la terraza de una cafetería, pero que en realidad sonreían al musculitos de turno sentado a su espalda. Pero no nos centraremos en cosas tan trascendentales, pues, a menudo, las cosas más ínfimas son la gota que colma el vaso.
    La mañana del día en que Peter se convirtió en supernova no empezó bien: se sentó en el borde de la cama, y empezó a buscar la zapatilla a tientas con el pie desnudo con tal mala suerte que se golpeó el dedo gordo con la mesilla de noche. Cabe decir que aquello le despertó de inmediato. Seguidamente se fue a duchar, pero la caldera parecía haber decidido romperse durante la noche, así que tuvo que tomar una decisión importante: ¿olía tan mal como para sufrir la impresión del agua helada apuñalándole la piel en el mes de diciembre? La respuesta, para desgracia de Peter que acercó su nariz a la axila derecha, era que sí. Mientras maldecía el sudor fuerte que le acompañaba desde crío, Peter se desnudó, se metió en la bañera, y abrió el grifo. Es curioso la diversidad de sonidos que pueden albergar los gemidos. Algunos pueden ser de placer, otros de aburrimiento y, algunos más agudos y ridículos, de qué fría está el agua. A Peter se le metió champú en los ojos y recordó lo que ponía en el reverso de todas las botellas: «en caso de contacto con los ojos, aclarar con abundante agua», ¿cómo no?
    Tiritando y sabiendo que en menos que canta un gallo empezaría a estornudar, Peter se secó. Había olvidado poner suavizante en la colada, así que aquella toalla roja parecía papel de lija. Abrió la puerta del espejo sobre el lavabo y sonrió por primera vez, iba a estrenar un nuevo desodorante. Lo había comprado el día anterior y le pareció que olía como debe oler un nuevo desodorante que sustituye a un viejo desodorante que no huele tan bien como para continuar siendo el desodorante de uno, ¿entienden? Desenroscó el tapón, lo olió con sumo placer, y se llevó el roll-on a las axilas. ¡Qué bien olía! Colocó el desodorante en la estantería, cerró la puerta del espejo, y se vio la cara de dolor y espanto. Las axilas empezaron a escocerle, como si se estuvieran desintegrando a la vez. Abrió de nuevo el espejo, cogió el desodorante y leyó la etiqueta del reverso. Entre los ingredientes hubo una palabra que le horrizó: «alcohol». Se empezó a soplar las axilas, se echó agua fría que le salpicó los pezones y los endureció, y se pasó la toalla lija para retirar el producto. Seguía escociendo, pero tenía que vestirse.
    Enfadado, como estaría cualquier persona que empezara su día de esa forma, Peter se fue al dormitorio, se sentó en el borde de la mesa y miró con desprecio el punto de la mesilla con el que se había golpeado el dedo gordo del pie. Abrió el cajón de los calcetines y se sorprendió al ver que solo le quedaban un par limpios. Podría ser peor. Los desdobló y metió el pie izquierdo en uno, tiró de la goma y lo subió hasta la espinilla. Eran calcetines grises, elegantes, cómodos. Se colocó el otro y, al subirlo hasta la espinilla, su dedo gordo asomó por un agujero en la punta. Tenía lo que coloquialmente llaman «tomate». Peter suspiró, se levantó, y se enfundó unos pantalones tejanos negros. No estaban rotos, no estaban arrugados, no tenían manchas, así que Peter se alegró de que algo le saliera bien. No obstante, cuando se colocó la camisa roja, se dio cuenta de que le faltaban un par de botones, justo en el centro. Aquel día optaría por ponerse un polo de color blanco, aunque no le gustaba especialmente cómo le quedaba, pero no podía hacer otra cosa, cuando volviera del trabajo pondría una lavadora.
    Cuando estuvo vestido se dio cuenta de que los zapatos tenían una mota en la puntera, no importaba, si todos sus problemas fueran así de simples, su vida no habría sido tan miserable. Subió la pierna para poner el pie sobre una silla y, al hacerlo, la entrepierna del pantalón se rasgó. Peter escuchó el sonido fatídico, se miró, encorvando su cuerpo hacia delante todo lo que le fue posible, y ahí vio como su piel asomaba por una raja en la costura. Maldijo, como ustedes habrían hecho, pero se negó a cambiarse de ropa. Cogió la chaqueta, la cartera, y salió de casa dando un portazo. En el rellano, enfurecido y nervioso, Peter se dio cuenta de que no había cogido las llaves antes de salir. El corazón le iba a cien por hora y no sabía si llamar a un cerrajero o golpear la puerta hasta que se desencajase o la hoja o su hombro. Decidió seguir adelante, tenía que ir al trabajo, ya llamaría cuando saliera.
    El ascensor no funcionaba, pero no podemos decir que eso molestara a Peter, ya llevaba una semana averiado, no le había sorprendido. Empezó a bajar por las escaleras y, en cada paso, notaba su dedo gordo asomando por el agujero del calcetín. El roto ejercía una extraña presión sobre el resto de dedos. Lo intentó ignorar y siguió su camino. Ya en la calle le recibió el frío del invierno. Era agradable, o lo habría sido si el pelo de Peter no estuviera chorreando de agua helada.
    Cuando Peter llegó al trabajo y se sentó en su puesto, un compañero se acercó a él para decirle que el jefe quería verlo. Peter suspiró, se levantó con un quejido, como si aquello le hubiera supuesto más esfuerzo que cualquier acto físico en toda su vida, y se dirigió al despacho del jefe. Llamó a la puerta y esperó a que le dieran permiso para entrar. Se hizo esperar. Mientras tanto Peter vio pasar por su lado a Laura, con una falda larga que mostraba únicamente sus zapatos rojos de tacón. Estaba enamorado de ella, pero era una de esas hermanas que le habían surgido sin quererlo.
    Volvió a llamar a la puerta, intentando desechar los pensamientos que le estaban asaltando la mente, pensamientos en los que Laura le decía lo mucho que le deseaba, y se lanzaba a sus brazos para hacer el amor sobre la fotocopiadora de la oficina. Una voz masculina le dio permiso para entrar al despacho. Peter abrió la puerta y se encontró con su jefe sentado sobre la mesa, hablando por teléfono mientras se tocaba el paquete. Cabe decir que aquel gesto no tenía nada que ver con la llamada telefónica, el jefe de Peter tenía un miembro anormalmente grande y, cuando se sentaba, le molestaba. Solo eso.
    Cuando el jefe colgó el teléfono miró a Peter, que llevaba unos minutos de pie cerca de la puerta ya cerrada. Dijo su nombre dos veces, lo cual nunca es una buena señal, y aún menos cuando se acompaña de un suspiro. Le dijo que se sentara, así que él le hizo caso. Tras un discurso en el que el jefe de Peter elogiaba su forma de trabajar, le comunicó que estaba despedido. Peter, como ya supondrán, se quedó completamente parado, con ojos muy abiertos, y cejas alzadas. Todo el paquete de la expresión de estupor.
    Cabizbajo, con los hombros caídos, y con muy poca esperanza de que algo le saliera bien, volvió a su silla. Abrió el ordenador, hizo doble clic sobre el icono del navegador y entró en la página web del periódico digital que siempre leía. Normalmente lo hacía durante el descanso pero, qué mas daba ya, ¿no? Entre los titulares vio que una noticia hablaba del inminente concierto de Lady Gaga, para el que Peter tenía entradas. Puede parecer que, aquella noticia que le recordaba a algo bueno por venir, habría hecho que nuestro amigo se sintiera feliz a pesar de todo lo que le estaba pasando ese día, no obstante, el titular de la noticia rezaba así: «Lady Gaga pospone su gira mundial por problemas de salud». Peter se levantó de golpe, volcando la silla, cogió el teclado del ordenador y empezó a aporrear con él la mesa hasta que las teclas saltaron llenando el suelo de letras y números. Luego cogió el monitor y lo lanzó contra la ventana que tenía a su espalda, haciendo que este saliera volando y cayera de un decimoquinto piso. Cogió la silla del suelo, la alzó por encima de la cabeza y empezó a sacudirla mientras gritaba y maldecía con la cara completamente roja. La lanzó al suelo, a varios metros de distancia, y casi consiguió que cayera sobre Laura. Laura… verla le enfureció aún más, empezó a sentir mucho calor, un nudo ardiente en el centro del pecho, un punto abrasador que crecía y le consumía y, en menos de lo que dura un pestañeo, todo se calmó para Peter. Pasó de la furia a la nada, al completo negro, a la inexistencia total. Había estallado y se había llevado por delante la raza humana, la fauna y todo lo que existía en la Tierra. El mundo desapareció por la ira descontrolada de un hombre con una vida miserable. Peter W. Francis o, lo que es lo mismo, Peter Williams Francis, un hombre con tres nombres, un hombre convertido en la supernova que arrasó la Tierra de la forma más tonta, de la forma más inesperada.

© M. Floser.

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