

—Entonces, si lo he entendido bien, afirma haber visto a un demonio.
La voz sonó desde detrás de un cuaderno, acompañada por el sonido del lápiz rasgando la página. La persona estaba sentada en una butaca que parecía obscenamente cómoda, tenía una pierna sobre la otra, concretamente la izquierda sobre la derecha, y movía el pie enfundado en un zapato marrón, brillante, en el que se introducía un calcetín gris con rombos grandes en distintas tonalidades de gris. La voz también parecía gris, monótona, relamida y con un tono claro de «¿qué mierdas me importa esto? Me pregunto qué voy a comer hoy». Otra cosa a destacar del hombre era la marca estrecha que rodeaba el dedo anular de su mano izquierda. Estaba casado y pretendía disimularlo, pero aquella marca era más evidente incluso que si hubiera llevado un anillo de diamantes capaz de vocear «¡este tío tiene mujer!».
—Yo no he dicho tal cosa.
Esta vez la voz era cansada e impaciente, y tenía impresa una musicalidad que solo dejaba clara una cosa: «si me vas a tocar las pelotas, ¿para qué me haces venir?», pero sabía la respuesta: un policía no puede disparar sin más, a lo loco, gritando y maldiciendo en medio de la calle como si fuera uno de esos mendigos esquizofrénicos que anuncian el fin del mundo subidos en cajas de fruta, vestidos con un batín, una camiseta de tirantes y un bañador de flores hawaianas, calzados únicamente con unas pantuflas con la cara de Mickey Mouse. El de la voz cansada estaba tumbado en un diván que, al contrario de lo que pudiera parecer, era incómodo como la cama de un faquir. Vestía una camiseta blanca de manga larga, arremangada hasta los codos. En el pecho de la zamarra podía leerse la frase «No dejes para mañana lo que puedas comer hoy» acompañada de un dibujo simpático de una pizza comiéndose un calendario. Llevaba tejanos rotos, y unas botas de montaña de color mostaza, en la suela, entre los surcos del dibujo, había una colilla atrapada. No tenía anillos, tampoco marcas en los dedos. No estaba casado y, por lo tanto, no tenía que pretender disimularlo.
—Ha dicho que vio a un ser con la piel quemada y unos ojos amarillos que, cito textualmente, «daban ganas a uno de volarse la tapa de los sesos para dejar de verlos. Pero, seguramente, le acompañarían al otro puto mundo, y seguiría viéndolos por toda la eternidad». Dígame, señor Francis, si no es un demonio, ¿qué es? No es una descripción que podamos atribuirle a Goofy, ¿no es así?
Francis meditó un segundo la respuesta, pero sobretodo lo hizo para no decirle a aquel capullo lo que pensaba, no quería empeorar su situación, si es que eso era posible.
—Apareció sin más. Estaba persiguiendo a un ladrón, se metió en un callejón sin salida pero, cuando llegué, ya no estaba. Me adentré hasta el final del callejón, incluso toqué la puta pared para asegurarme de que estaba ahí. A mi derecha había una puerta, la puerta trasera de un restaurante italiano, pero estaba cerrada. Los contenedores de basura solo tenían eso, basura, pero ni rastro del ladrón. Entonces, detrás mío, escuché una respiración. Pensé que ese cabrón me había engañado de alguna forma y me dí la vuelta desenfundando mi pistola. Le apunté a la cara, y casi me cago encima, doctor. No sé si esa cosa era humana, un demonio, o el puto Goofy pasado por la sartén, el caso es que estaba completamente deformado y sus ojos eran amarillos. ¿Ha visto alguna vez unos ojos amarillos? ¡Joder, le aseguro que no se olvidan! No dejé de apuntarle y él no hizo nada, solo mirarme. Su mirada era adictiva, no por su belleza, sino porque en el fondo de sus pupilas me vi a mí mismo. No era un reflejo, ¿sabe? Era una imagen de mí en otro momento de mi vida, en otro lugar. Era una imagen mía disparando a mi familia, a mis padres y a mi hermana, a mi mujer y a mis hijos. Era una imagen mía vaciando bidones de gasolina en el salón de la casa de mis padres, encima de sus cadáveres aún calientes. Era una imagen mía encendiendo mi puto zippo y lanzándolo al centro del salón mientras cerraba la puerta desde fuera y me alejaba por el jardín. Eso vi en la profundidad de los ojos de ese ser, y no sé si es algo que pasará de verdad o si es algo que podría ocurrir. Le disparé, disparé a ese cabrón deforme, vacié el cargador mientras me cagaba en la puta que le parió. Luego… luego se deshizo.
—¿Se deshizo?
—Se deshizo, como un helado de carne, una masa asquerosa y pestilente en medio del callejón, con los dos ojos intactos, mirándome sin mirarme, muertos, si es que en algún momento habían estado vivos. Y eso es todo. Dicen que estoy loco, pero ¿sabe una cosa? Si eso hace que esté alejado de las calles, si eso impide que vuelva a encontrarme con esa cosa, póngame una puta camisa de fuerza, enciérreme en una habitación acolchada, y métase la llave en el jodido culo. ■

© M. Floser.