Llevaban una semana acampados, una excursión que tenían planeada desde hacía meses. El clima les sonreía, a pesar de encontrarse a las puertas del otoño. El cielo había estado despejado la mayoría de los días y, excepto alguna llovizna torpe y tímida, el sol les había acompañado durante el día, y las estrellas les contemplaban por la noche sin que las nubes les entorpecieran el espectáculo. La noche anterior habían estado contando historias de miedo alrededor de una hoguera que proyectaba sombras alargadas en aquel claro del bosque. Una de ellas, la que más hondo había calado, era la historia de El Bárbaro, un hombre que, tras una semana como aquella, de acampada con sus amigos, se había vuelto loco y había asesinado a todos con un hacha.
    John, un chico joven e impresionable, se había mostrado muy afectado por aquella historia de terror, una historia que, según se decía, estaba basada en hechos reales.
    La mañana amaneció tan hermosa como casi todas las mañanas, con campistas desperezándose en sus tiendas, o en el frío gélido del bosque. Uno de los jóvenes se acercó a la tienda de John, la zarandeó para que se despertase, pero nadie respondió. Se agachó, corrió la cremallera, y miró dentro de la tienda de lona. No había nadie.
    —¡Eh! —empezó a decir mientras se levantaba y se encaraba hacia el resto de tiendas—. ¿Habéis visto a Jo…?
    No pudo terminar. John se acercó a él a toda prisa, empuñando un hacha que le clavó en la frente sin siquiera pensárselo. El chico cayó al suelo y, lo último que vio, fue la cara desencajada de John salpicándose de sangre. Uno menos, el Bárbaro seguía siendo real. ■

© M. Floser.