[Nota fija]→ «Story Cubes» es una sección dentro de «Ejercicios de escritura». En esta sección haré uso de los dados Story Cubes para componer una historia improvisada.

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«Prohibido dar de comer4 a los animales», eso decía el cartel de madera medio descolgado, lleno de manchas de humedad y escrementos de pájaros. Estaba justo delante de un estanque enorme de agua corrompida, de un color entre verde y negro. Peter recordaba las fotos que su abuelo le enseñaba de la ciudad, recordaba las imágenes de aquel zoológico cuando estaba en su máximo esplendor. En aquel estanque habían estado los tiburones5, aunque al crío le parecía raro que la piscina fuera tan accesible, y se preguntó cuántos niños y adultos cayeron al agua y fueron devorados por los escualos. También se preguntó quién, en su sano juicio, se atrevería a dar de comer a esos animales. El cartel parecía estar puesto exclusivamente para el estanque, a pesar de que no demasiado lejos de allí estaba el foso de los mapaches6, sin animales, obviamente, sucio y lleno de botellas de refresco vacías, preservativos y otras cosas que la gente que se colaba en el zoo lanzaba.
Peter paseó por el parque, el sol empezaba a ponerse y el crío se aseguró que tenía una linterna en la mochila y, al verla, suspiró poniéndose la mano en el pecho, por un momento pensó que se quedaría a oscuras en aquel lugar abandonado. Habían muchas historias aterradoras acerca del zoológico abandonado. La más perturbadora de todas tenía que ver con el póster que Peter estaba mirando en ese momento, descolorido por el sol, desgarrado y pintarrajeado, un póster que seguía siendo inquietante por lo que le envolvía. Peter miró el rostro del payaso3. La falta de color del cartel, sumado con los dientes afilados que le había dibujado alguien con rotulador, y los ojos completamente negros, llenos de tinta, no ayudaban a que aquel tal Foggo fuera menos aterrador. Las historias decían que para el trigésimo aniversario del zoológico se organizó una fiesta llena de actividades y con la actuación estelar de Foggo el payaso. Se cuenta que, tras una de las actuaciones que el payaso tenía programadas para el día, algo en él cambió y atacó al público, matando a varias personas. La policía acudió al parque y disparó al payaso. Después de eso el número de visitas del zoo cayó en picado, a pesar de que nadie sabía qué había pasado exactamente, y las instalaciones tuvieron que cerrar. Los animales fueron enviados a otros zoológicos y el propietario se suicidó al verse sumergido en deudas. Peter no se creía aquella historia, le recordaba demasiado a una novela de terror protagonizada por un payaso asesino que leyó hacía unos años, una novela que ya llevaba tiempo publicada cuando sus padres eran adolescentes.
Un ruido atrajo la atención del crío, miró a su espalda, a su alrededor, mientras la oscuridad se encargaba de engullir poco a poco el parque.
—¿James? —gritó Peter esperando que el estúpido de James hubiera llegado antes que él y estuviera tratando de asustarle—. ¿James, eres tú? —Peter tragó saliva, miró el póster descolorido, y luego miró al zoológico que le envolvía—. ¿Foggo?
Una risa sonora e histérica hizo que Peter diera un salto, aunque se calmó enseguida al reconocer en aquella carcajada la voz de James.
—¿Foggo? —dijo James saliendo de entre unos árboles7 descuidados. Llevaba un pantalón corto, tejano, las piernas llenas de arañazos provocados por su forma salvaje de jugar a cualquier cosa, las rodillas surcadas por dos grandes costras, y una camiseta llena de ramitas—. ¡Tío! ¿En serio te pensabas que era el viejo Foggo?
—¡Claro que no! —mintió Peter.
Por un momento, diminuto, había temido por su vida, se preguntó si realmente el fantasma2 de Foggo seguía vagando por aquel lugar, matando a los idiotas que se colaban en el zoo, como ellos dos, tal como contaban las historias. Ese pensamiento había durado solo un momento, ahora se alegraba de ver a Peter, estaba sorprendentemente guapo, a pesar de que no había nada diferente en él. Su pelo castaño, engominado, peinado hacia al lado, su cara llena de pecas, sucia, y aquellos preciosos labios que Peter tenía que esforzarse para no mirar embobado, eran como siempre y, a la vez, eran más hermosos. Quizá por el bronceado veraniego del niño.
—¿Has traído los sacos? —preguntó James sin mirarle.
—S-sí, los he traído.
—¿Y comida? Yo he traído buñuelos y algunas patatas.
—Sí, he traído dulces, albóndigas y pan.
—De la bebida me encargo yo —dijo James sacando de su mochila dos botellas de cerveza—. ¿Y lo otro lo has traído?
A Peter le incomodaba llevar eso en la mochila, pero sí, lo había cogido. Asintió, y James le dio una palmada en la espalda.
—Pues vamos a colocarnos y a zampar como cerdos.
Peter se dejó llevar, intentando serenar los latidos de su corazón que se había acelerado al notar la mano de James en su hombro. Se acercaron a un edificio alto8, abrieron la puerta1, dejando que sus siluetas, proyectadas por las últimas luces del día, se estiraran y se adentraran en la oscuridad rota por el brillo que dibujaba el umbral de la enorme puerta, y entraron tras encender las linternas.
—¡Joder, esto acojona! —exclamó James cuando cerraron la puerta y se quedaron a oscuras. El eco del lugar le respondió convirtiendo su voz algo más profundo, hueco y permanente—. ¡¿A qué huele?!
¡¿A qué huele… uele… ele… e…?!
James fue a dar un paso, pero algo se cruzó en su camino, dio un respingo, apuntó con el haz de luz de la linterna al suelo, y volvió a suspirar con la mano en el pecho al ver aquella maldita rana9 croando y brincando como si no acabara de estar a punto de matar al niño de un infarto.
—¡Puta rana!
¡Puta rana… ana… a…!
La voz de Peter rebotando en la inmensa oscuridad le asustó también. Cerró los ojos, suspiró y trató de calmarse. Miró a James, que le enfocaba con la linterna mientras se reía por lo miedoso que era.
—¿Estás bien? —preguntó riéndose e ignorando las palabras que se repetían en el ambiente.
—Sí, sí, estoy bien. La puta rana…
James sonrió, con esa sonrisa de incisivos grandes que le endulzaba una cara que, por lo general, parecía que solo estuviera diseñada para mostrar malicia.
—Anda, pega un grito, te sentirás mejor.
Peter se sonrojó, era más tímido de lo que parecía, pero si James se lo pedía, sin duda lo haría. Llenó los pulmones, pensó las palabras y soltó todo el aire.
—¡Puta rana!
¡Puta rana… ana… ana… a…!
—¿Mejor?
—Sí…
—¡Quiero cerveza! —gritó esta vez James.
¡Quiero cerveza… cerveza… veza.. a…!
Ambos rieron. James volvió a llenar los pulmones.
—¡Quiero maría!
¡Quiero maría… maría… aría… a…!
Peter sonrió al ver lo feliz que parecía James. Se llenó los pulmones de aire y luego lo soltó.
—¡Este sitio da miedo!
Silencio. Ningún eco, solo silencio espeso. James y Peter, jadeando por el esfuerzo de gritar, se miraron extrañados.
—¡Este sitio da miedo! —repitió
Nada.
Peter tuvo un mal presentimiento, miró a James y, con las manos, le dijo que se fueran de allí.
¡Puta rana… rana… ana… a…!
El vello de los críos se erizó al escuchar la voz de Peter en el eco, a pesar de que no había dicho nada.
¡Puta maría… maría… aría.. a…!
Las palabras mezcladas en una frase que ninguno de los niños había pronunciado no fueron peores que la voz que sonó, aguda, fría, furiosa. No parecía una voz humana, o no la de ningún humano que Peter o James hubieran conocido jamás
¡Vais a morir!
La voz sonó sólida, igual de fría y aguda, pero sin eco. Las linternas que James y Peter llevaban estallaron, dejando a los dos niños a oscuras. Se escucharon golpes, gritos, crujidos espantosos de huesos y ropa desgarrándose. Se escuchó un líquido espeso cayendo a borbotones en el suelo, voces infantiles que se apagaban y, por último, se escuchó una respiración agitada, afónica y salvaje.
No todas las leyendas son falsas, a veces los fantasmas siguen vagando por lugares como aquel, matando a los idiotas que se cuelan en un zoo abandonado. ■

© M. Floser.