
Callejón

El callejón se empezaba a vaciar, solo quedaba una mujer anciana que subía las escaleras todo lo deprisa que podía, intentando abandonar aquel lugar antes de que la última campanada dejara el residuo efímero de su sonido estridente en el pueblo. La niebla empezaba a brotar de entre los adoquines del suelo, como si proviniera del mismísimo infierno. Luego los gatos callejeros empezaron a aullar y sus voces parecían el lamento ensordecedor de un centenar de niños abandonados en las esquinas de aquellas calles estrechas y sombrías perfumadas con la orina y el vómito de los borrachos. Aullaban a la vez, al unísono, y sus gritos se escuchaban en cada rincón de aquel lugar que llevaba siendo hogar de los demonios desde 1971, año en el que la vida pareció detenerse. La tienda de alimentación de Harvey tenía las mismas conservas que por aquel entonces, llenas de telarañas y polvo, incluso había un restaurante McDonald’s que llevaba abandonado desde aquella época. En los cristales podía verse aún uno de los primeros posters en los que apareció Ronald McDonald, el cartel medio quemado por el sol, casi blanco, mostraba a un payaso alegre que se volvió espeluznante por la fuerza del paso del tiempo. En el cine se anunciaba el estreno de La naranja mecánica de Stanley Kubrick, pero hacía más de veinte años que nadie ocupa las butacas de la sala, y que el telón carmesí no se alzaba para dejar al descubierto la enorme pantalla. Aquella sala era ahora el refugio de ratas y rateros, su moqueta estaba llena de colillas, manchas provocadas por distintos fluidos y jeringuillas usadas.
—Llegas tarde.
La voz provenía de la niebla. No, la voz pertenecía a la niebla, y sonaba como un viejo agonizando, boqueando para intentar que sus inútiles pulmones se volvieran a llenar para alargar su vida. El suelo, allá donde la niebla alcanzaba, se cubría de escarcha que crujía como si alguien la pisara, y que se partía como si realmente estuviera soportando el peso de un adulto.
—No he podido llegar antes, Fog.
La segunda voz provenía del hielo que se partía, y sonaba como los cubitos de hielo cuando alguien vierte sobre ellos un chorro de Coca-Cola, crujía al final de cada sílaba.
—No me gusta que me hagan esperar, Ice.
—Vamos, Foggy, no pierdas el tiempo. ¿Cómo vamos a hacerlo?
—Padre está listo para volver, Ice, solo necesitamos la sangre.
—No es tan fácil, Fog, hay… obstáculos. Los ifrit se han aliado con los humanos.
—¿Y qué? —la voz gaseosa de la niebla amenazaba y se impacientaba, la niebla parecía espesarse poco a poco, tanto que los escalones desaparecieron, ocultos a buen recaudo tras el muro de bruma—, atácales y mátales.
—¿No me oyes? ¡Ifrit! ¿Qué coño quieres que haga contra los ifrit, Fog? No podré acercarme a ellos, me evaporaré y no le serviré de nada a padre.
—No le sirves de nada aún sin evaporarte. Eres un demonio del hielo, congélalos.
—No tienes ni idea de cómo funcionan los elementos, ¿no es así?
—Escúchame —la voz de Fog se volvió espesa y asfixiante como un tornado, en la niebla se dibujó un rostro que parecía una calavera amenazadora—, me da exactamente igual cómo lo hagas, Ice, consigue la sangre de esos dos, o los ifrit te parecerán llamas de vela comparados conmigo.
La niebla volvió a su estado normal, a aquella cortina de bruma sin rostros, sin voz, solo una neblina que poco a poco empezó a disiparse. Los escalones volvieron a aparecer, los adoquines escarchados también fueron visibles. El cielo se mostró nublado, igual que los últimos veinte años, y los gatos dejaron de aullar de repente, envolviendo al pueblo de un silencio que resultaba incluso extraño. El hielo de los adoquines se disolvió y aquellos dos hermanos demonios volvieron a sus obligaciones. Ice buscaría la forma de hacerse con la sangre, y Fog seguiría pensando en cómo matar a su hermano para convertirse en el único heredero al trono de las tinieblas. ■
© 2017 M. Floser.