
Confusión

Despierte, señor Norman.
Abro los ojos al escuchar la voz lejana y amortiguada, como si sonara en medio de una playa repleta de gente que grita para que su voz suene por encima del rumor de las olas de una marea picada. Lo primero que veo es el rostro de un hombre alto, con un bigote ridículo que me recuerda a Cantinflas. Tiene unas gafas de pasta cuadradas con los cristales llenos de suciedad, parece que el universo haya decidido reunirse en esas lentes. El médico está encorvado hacia adelante para acercarse un poco a la altura de mi cabeza.
—Bienvenido, señor Norman.
Es la misma voz que ha hecho que abra los ojos, pero ahora se escucha clara, cercana y con una falsa amabilidad desquiciante. El hombre de las gafas sucias lleva una bata blanca sobre una camisa azul ajustada al cuello con una corbata amarilla de topos blancos que no combina en absoluto. En el bolsillo de la bata, justo en su pecho, lleva una serie de artilugios parecidos al bolígrafo que los acompaña.
—¿Cómo está, señor Norman?
Le miro confuso, es la primera vez que reparo en que aquel médico me está llamando por un nombre que no es el mío. Bajo la vista y veo que mis piernas están cubiertas por un pijama grueso. Mis manos, que sujetan los brazos de la silla de ruedas en la que estoy sentado, están llenas de arrugas y manchas en el dorso. La silla de ruedas es antigua, demasiado antigua.
—¿Qué está pasando? —consigo decir y me espanta la voz que sale de mi boca, no se parece a la mía: segura, firme y grave, esta es vibrante, anciana y parece que en cualquier momento el temblor de las cuerdas vocales me vaya a hacer toser.
—Señor Norman, no tenemos que volver a pasar por esto.
—¡¿Quién coño es el señor Norman?! ¡Se ha equivocado de persona, imbécil!
El médico de las gafas sucias suspira y busca con la mirada la complicidad de un par de enfermeras en las que acabo de fijarme por primera vez. Visten unas batas que parecen vestidos largos ceñidos a la cintura, sobre unas camisas azules de puños blancos. En las cabezas, sobre los pelos cardados, llevan cofias blancas. Todas sonríen al médico y, cuando este se gira, ponen los ojos en blanco y suspiran.
—Tranquilícese, señor Norman. Está usted en el New York State Psychiatric Institute.
—¡Le digo que se equivoca de hombre, yo no me llamo Norman!
—Y dígame, señor… ¿cómo se llama esta vez?
—¡Mi nombre es Phillip Francis Smith!
—Claro que sí, señor Norman… quiero decir… señor Smith. Demos una vuelta.
El médico asiente mirando a una de las enfermeras que se coloca detrás de mí y empieza a empujar la silla de rudas. El de las gafas sucias camina a mi lado con una pose excesivamente erguida, saludando a todo el personal del psiquiátrico. Algunos enfermos pululan desorientados por los pasillos, otros se limitan a golpear la pared con la frente una y otra vez mientras susurran algo que solo ellos pueden oír y entender.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí, señor Norman? Permítame que se lo diga yo: lleva aquí diez años. ¿Tenemos que pasar por lo mismo cada día? Nos estamos portando bien con usted, señor Norman. Podríamos haberle declarado cuerdo y habría acabado en la cárcel. Pero aquí está, sano y salvo. Nos lo pone muy difícil, señor Norman, pero lo soportamos porque hizo grandes cosas por nuestro país en la Gran Guerra. Ya sabe lo que pasa cuando se empecina en decir que no es quien en realidad es. Dígame, señor Norman —el médico se detiene, se pone delante de mí y se agacha hasta que su nariz y la mía amenazan con tocarse—, ¿acaso le gusta la sala de electroshock?
Sin saber por qué empiezo a temblar y el corazón se me acelera, trago saliva y miro muy asustado al médico que ha abandonado su falsa amabilidad y muestra ahora una maldad genuina.
—Eso pensaba. Entonces, señor Norman, compórtese y háganos la vida un poco más sencilla a todos —el médico se levanta, se acerca a una de las enfermeras y le susurra algo al oído. Antes de separarse de ella le da una palmada en el culo y la mujer cierra los ojos para contener las ganas de arrancarle la nuez—. Nos vemos mañana, señor Norman. No se olvide: si no nos pone las cosas fáciles…
En vez de acabar la frase el médico se pone los dedos índices de ambas manos en sendas sienes y finge una electrocución convulsionándose, sacando la lengua y poniendo los ojos en blanco. Se da la vuelta y empieza a andar por el pasillo, cuando se le cruza una enfermera joven se gira para mirar sus andares y luego se muerde el labio inferior mientras con las manos simula repasar las curvas de la chica. Es un hombre asqueroso.
—Vamos, señor Norman —dice la enfermera a mi espalda con una voz dulce y amable—, le acompañaremos a su habitación.
La enfermera que nos acompaña abre una puerta grande para que podamos pasar sin problemas. Ese pasillo está más poblado que el anterior, lleno de hombres con pijamas parecidos al mío, que parecen completamente idos.
—Enfermera, se lo digo en serio, están cometiendo un error.
—Por favor, señor Norman, no siga.
Me siento impotente, tengo ganas de levantarme y huir pero mi cuerpo no me responde. Nos detenemos delante de una puerta con un número que, no sé muy bien por qué, no consigo distinguir. La enfermera que nos acompaña en silencio abre la puerta, se aparta y deja que pasemos. La mujer que empuja la silla de ruedas me deja aparcado delante del baño y mis ojos se abren horrorizados al ver mi reflejo en el espejo grande que hay sobre el lavabo. Un hombre de unos sesenta años me devuelve una mirada cansada, tiene los ojos verdes pero apagados, no tiene pelo en la coronilla, solo en las sienes y la nuca, y su papada tiembla como una gelatina de frutas. Levanto la mano derecha, dejando de sujetar el brazo de la silla de ruedas, me toco la mejilla y el hombre del espejo me imita. Soy yo y, a la vez, no tengo la menor idea de quién es. Sí, sí que lo sé, es ese tal señor Norman, sea quién demonios quiera que sea ese viejo. No sé qué pasa y lo último que recuerdo es ver a través del espejo como la enfermera callada se acerca a mí con una jeringuilla, luego me la clava en el cuello y mi mundo se apaga rodeado por la confusión de una situación que se escapa de mi entendimiento. ■
© 2017 M. Floser.