Microficción #92

¡Hola de nuevo! Vuelvo a estar por aquí, con todos vosotros/as, para compartir mis desvaríos en forma de relatos. Echaba mucho de menos publicar, echaba mucho de menos escribir. Pero la mudanza ya casi está, y ya me puedo sentar para crear un poco. ¿Me echabais de menos?

(Imagen libre de licencia de: Congerdesign)

Con arándanos

Cenefas

Aquel día, Josh se levantó temprano, aún no había cantado el gallo, y el cielo aún estaba cubierto de estrellas que dibujaban constelaciones con formas que Josh no conseguía distinguir por más que miraba.
    Bajó las escaleras de madera que daban a la pequeña cocina de su casa, donde su padre esperaba sentado, con el periódico extendido sobre la mesa. La mirada del padre de Josh estaba vacía, perdida, su boca medio abierta, y su color de piel apagado y pálido. Tenía ojeras, pero ese ya era un rasgo característico del padre de Josh antes de que este le apuñalara en el pecho repetidas veces con el picahielos. Las incisiones no podían verse, Josh había desnudado a su padre, había quemado su ropa, y había vuelto a vestirle con prendas limpias que olían a jabón de Marsella, prendas cuyo perfume contrastaba de forma grotesca con el hedor que empezaba a desprender el cadáver.
    —Buenos días, padre —dijo Josh antes de darle un beso en la coronilla desprovista de pelo—. Hoy se nos presenta un día duro, ¿verdad? Voy a hacer gachas.
    Josh cogió un cazo del armario que había justo debajo del fregadero. Le dio una vuelta ágil aflojando su puño alrededor del mango, como hacen los tenistas con sus raquetas, y lo puso alegre sobre el fogón más pequeño de la cocina. Llenó el cazo con dos tazas de leche, echó una rama de canela, y luego dos puñados de copos de avena. Liberó el gas e hizo saltar las chispas que prendieron el fuego azul bajo el cazo.
    —¿Quieres arándanos en las gachas, padre? —Josh se quedó mirando a su padre que, como era de esperar, seguía con aquella expresión vacía—. ¡Claro, padre! Eso está hecho. Un poco de miel para ti, yo, en cambio, prefiero echarle solo unos cuantos arándanos.
    Removió las gachas, que ya empezaban a hervir y a espesarse poco a poco. Cuando tuvieron la consistencia idónea, Josh apagó el fuego, quitó la rama de canela, y sirvió las gachas en dos cuencos de barro. A su padre le echó una cucharada de miel que repartió con cariño, alzando la cucharada, dejándola en vertical sobre el cuenco lleno de gachas humeantes, y moviéndola en círculos para que el hilo de miel dorada formara una espiral sobre el desayuno. Luego cogió unos cuantos arándanos y los puso en el otro cuenco, sobre las gachas blancas que contrastaban con el intenso azul de la fruta. Puso el cuenco con miel delante de su padre, le colocó una cuchara de plata dentro, y se sentó en la silla que quedaba delante del cadáver, donde normalmente se sentaba su madre, a la que ya mató hace años, y cuyo cuerpo lanzó al río.
    —Vamos, come, padre, o se te enfriarán.
    Josh removió sus gachas, para que los arándanos quedaran bien incorporados al desayuno, y luego se llevó una cucharada a la boca. El sabor de las gachas, con aquel toque de canela, y la acidez de los arándanos, inundó la boca de Josh, mientras miraba a su padre con desconcierto.
    —¿No piensas desayunar? —su padre le miraba directamente a los ojos de forma involuntaria, casual—. ¡Pues ya puedes irte al infierno, mamón! ¡¿Así es como pagas el esfuerzo que he hecho para prepararte el desayuno?! ¡Cualquier día te mataré, maldito hijo de puta!
    Tras decir esto, Josh se metió una cucharada de gachas a rebosar, tragó demasiado deprisa, y un par de arándanos se quedaron en su garganta. Los nervios se apoderaron de Josh, que no conseguía respirar, pidió ayuda a su padre, cuya expresión neutra parecía divertirse ante la estupidez de su hijo. Josh se golpeó el pecho, con el rostro completamente rojo, las venas se le marcaban en el cuello, la frente y las sienes. Su expresión parecía confusa, como si realmente esperara que el cadáver de su padre le salvara la vida. No ocurrió nada de eso, y Josh, finalmente, murió, su cabeza cayó de pleno en el plato de gachas, y aquella cocina se convirtió en una escena que desconcertaría a las autoridades cuando fueran avisadas por el insoportable olor que desprendía la casa de aquella familia. Pero eso no pasaría hasta unas semanas después, cuando los cuerpos ya estuvieran completamente descompuestos, y las moscas y gusanos camparan a sus anchas por la mesa y los cuencos de barro llenos de una masa mohosa.

© 2017 M. Floser.

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