
De visita

El platillo descendió, apareciendo de entre las nubes negras que taponaban un cielo estrellado, gobernado por la luna llena. Las luces inferiores de la nave se reflejaban en el lago, tan tranquilo que parecía un espejo de cristal en el que se proyectaban las imágenes del mundo. El platillo siguió su marcha descendente, y se detuvo a tan solo un metro de altura sobre el agua. De la parte central del objeto volador se abrió una escotilla, como el diafragma de una cámara fotográfica y, segundos después, descendió un alambre que centelleaba con la luz de la nave, y se introdujo sin pausa en el lago. Permaneció un largo rato en aquella posición: sumergido, sin que pasara nada. De repente el alambre se tensó, como si alguien tirara de él, se escuchó un ruido parecido al que se escucha cuando se le da cuerda a un reloj, y de pronto, del lago emergió un enorme pez, una trucha tan grande como una persona. Tenía en la boca el extremo de aquel alambre que tiraba de ella con fuerza y la introdujo a toda velocidad en el platillo. La escotilla se cerró y, automáticamente, la nave salió disparada hacia las alturas y desapareció. Quizá para siempre, o quizá hasta que en su lejano planeta a alguien se le antojara una buena ración de trucha al horno. ■
© 2017 M. Floser.