
Sí, señora

El hombre bajo y anciano giró en una callejuela oscura, estrecha. Sus andares eran torpes, caminaba encorvado por la joroba que se alzaba en su espalda. Vestía un jersey de lana negro, aunque los años le habían desgastado tanto el color, que parecía gris bajo las luces de las farolas. Los pantalones rotos por varios puntos se cortaban hacia la mitad de la tibia, y dejaban al descubierto unos tobillos hinchados, y unos pies sucios y destrozados. Era un hombre poco agraciado, y aún menos elegante. Nada que ver con la mujer que le miraba al final de la callejuela: alta, esbelta, elegante y arrebatadoramente atractiva. El sombrero tipo bucket le hacía sombra en la mitad superior de la cara, ataviada con unas gafas de sol grandes que otorgaban aún más delicadeza a unos rasgos menudos y dulces.
—¿Dónde los has perdido? —dijo la mujer con un acento marcado que no provenía de ningún país conocido. No arrastraba las sílabas como suelen hacer en Oriente Medio, tampoco tenía la agresividad de la Europa del este, ni la musicalidad británica. Era un acento distinto a todos los conocidos.
—En las alcantarillas, mi señora.
—¡Estúpido montón de estiércol! —la mujer se quitó el sombrero, y el anciano, por temor a que lo descargase sobre su cabeza como solía hacer con lo primero que alcanzaba, cerró los ojos con fuerza—. ¿Por qué no les has perseguido?
—Lo hice, mi señora. Pero abrieron un portal.
—¿A dónde?
El hombre titubeó, no tenía claro a qué se refería, ¿a dónde lo habían abierto?
—¡¿A dónde se dirigía el puto portal, inúti?! —dijo ella como si supiera lo que estaba pensando el anciano.
Desde muy pequeña tenía la capacidad de leer el pensamiento, fue gracias a esa habilidad que apuñaló en el corazón a su padrastro al percibir pensamientos lascivos hacia ella. Pero ahora no había usado su don, la expresión del anciano, delante de ella, era tan fácil de entender que parecía que se lo estuvieran gritando al oído.
—Olía a vacío, a hielo, olía a aire frío —dijo el anciano enumerando cada detalle del que se acordaba—… creo que se dirigían a Bruenent, mi señora.
—Bruenent… está bien.
El anciano se arrodilló, agachando la cabeza tanto que su barbilla le tocó el pecho.
—¿Quiere que vaya a por ellos, mi señora?
La mujer le miró sin bajar la cabeza, con las cejas alzadas y una mueca de asco.
—No hace falta, seré yo la que se encargue esta vez. Ábreme un portal hacia Bruenent, voy a matar a esos niños. ■
© 2017 M. Floser.