
Una noche

Para celebrar que esta es la Microficción número sesenta, os he escrito un relato más largo que de costumbre. Espero que os guste. No olvidéis comentarlo más abajo.
Antes de juzgarme, déjame que te cuente lo que pasó. Se ha hablado mucho de mí, y de aquella noche, incluso se ha debatido sobre cuántas copas me tomé por la tarde en el bar de John. Fueron tres, por cierto.
Estaba en casa, era tarde y estaba tomándome un té en el sillón de siempre, mi favorito, mientras veía The Tonight Show. Jimmy Fallon entrevistaba al chef Gordon Ramsay, y yo no podía parar de reírme. Ya sabes lo que me gusta ese programa.
Le propusieron un juego al chef: le darían a probar una serie de platos, en apariencia normales, y debería acertar cuál era el ingrediente secreto. Aquello prometía. Cuando los camareros sirvieron el primer plato: tres piezas de maki con una pinta realmente apetecible incluso para aquellas horas de la noche, un fogonazo se coló por las ventanas de casa e iluminó todo el salón. Acto seguido un estruendo hizo que retumbara toda la casa, y la señal del televisor se desestabilizó un minuto, pero se solucionó justo cuando Ramsay se sacaba la pieza de maki de la boca entre muecas de asco, y carcajadas suyas y de Fallon.
Me levanté del sillón, el té se había derramado y me mojé las plantas de los pies descalzos. Me acerqué a la entrada, para ver qué había ocurrido y, cuando puse la mano en el pomo, alguien, al otro lado, usó la aldaba para llamar a la puerta. Tres golpes secos.
—¿Quién es? —pregunté, aunque ya estaba abriendo. Cualquier día, abrir la puerta de esa forma hará que me peguen un tiro.
Delante de mí, en el umbral de la puerta, había un tipo alto, delgado y con una cabeza sorprendentemente grande. No le podía distinguir, ya que un brillo intenso proveniente del exterior convertía al extraño en una silueta. Me puse la mano derecha sobre los ojos, haciendo visera, pero ni así pude ver a aquel tipo.
—¿En qué puedo ayudarle? ¿Qué es esa luz?
No sé por qué pregunté primero lo primero, y segundo lo segundo. Pero el tipo me respondió con una voz aguda y enervante, que no parecía proceder de alguien de un tamaño como aquel.
—He tenido un accidente, ¿podría usar su teléfono?
El extraño levantó la mano, y al hacerlo vi que solo tenía tres dedos. Dos de ellos, el corazón y el anular, no estaban. Alguna lesión del pasado, pensé yo.
—Claro —dije sin saber muy bien por qué lo decía—, pase usted.
Me eché a un lado para dejarle pasar. El tipo se agachó para pasar por la puerta y, al entrar, casi me meo encima. Era alto, como he dicho, y su cabeza hacía que el resto del cuerpo quedara descompensado. No tenía pelo, y sus ojos grandes, rasgados y negros, sin pupilas, ni iris, brillaban como dos enormes piedras de ónice. Tenía la piel gris, y donde debería haber tenido las orejas, solo habían dos agujeros profundos y oscuros. Su nariz no era más que dos pequeñas rendijas, y su boca no era especialmente grande. Tenía un cuello largo y fibrado, como el resto del cuerpo. Vestía un traje brillante, como si estuviera hecho de papel de aluminio, y sus pies y manos, en efecto, solo tenían tres dedos, pero no parecía ninguna lesión, sino su estado natural.
—Gracias por dejarme pasar. Mi nombre es ¡Puajcafcaf!
—Menudo nombre —acerté a decir, sintiéndome completamente estúpido, y a punto de desmayarme.
—¿Mi nombre? No, lo siento, estaba tosiendo, se me debe haber metido algo de polvo al impactar mi nave. Mi nombre es Fritz.
—Fritz…
—Sí.
—¿Y ese disfraz? ¿Ibas a alguna fiesta? Es realmente bueno, si hay un concurso seguro que lo ganas.
—¿Disfraz? —Fritz se miró de arriba a abajo—. Ya me dijo mi madre que este traje brillante no me quedaba bien. Pero así somos los de Gruernekmaksij.
—¿Los de qué?
—Gruernekmaksij, es mi planeta. Se escribe «G-r-u-e-e-r-n-e-k-n-m-a-k-s-l-j-o-j-h-s-k-l-d-m-l-s-i-j».
—Entiendo —mentí—… ¿qué es esa luz?
Fritz se golpeó la frente, como lo haríamos nosotros al darnos cuenta de alguna idiotez que hayamos dicho o hecho. Se metió la mano por el cuello del traje de aluminio y sacó un artilugio redondo, con un botón rojo, también redondo. Apuntó hacia la puerta y apretó el botón. Sonó un breve «bip-bip» y el brillo cegador se apagó detrás de mí. Miré al exterior y allí, iluminado por la luz amarillenta de las farolas, vi un prodigio de la ingeniería. Seguro que si lo hubiera visto Bob, el hijo de Darrel, se habría puesto como loco. Era grande, y redondo, como un plato hondo, o un cuenco de los que mi nieta usa para comerse los Froot Loops, tenía una bóveda de cristal y un asiento de cuero marrón. Parecía de una sola plaza. El platillo estaba medio hundido en el suelo, delante de casa, y por todo el camino se veían pedazos de piezas sueltas, esparcidas. El cristal de la cabina, me fijé luego, estaba resquebrajado, con miles de grietas que formaban una telaraña desoladora.
—Mejor así. Lo siento. Como ve, está para el arrastre.
—Lo veo… ¿en serio es usted un alien?
—¡Un alien! No creo que sea necesario insultar, amigo. Yo no le he faltado al respeto en ningún momento.
Me quedé boquiabierto. No sabía qué decirle. A pesar de los pocos rasgos que tenía, la cara de aquel ser mostraba un sincero dolor.
—Lo siento. ¿Cómo lo llamo?
—Turista intergaláctico, o Fritz.
—El cine… ya sabe. Bueno… no sé si ustedes ven cine.
—¡Por supuesto! Hace unos meses Netflix empezó a emitir en Gruernekmaksij. Estamos muy enganchados a Narcos, grandísima serie. Sí señor. Se organizan reuniones en en las plazas de los ayuntamientos para debatir sobre cada temporada. Si usted lo viera… ¿le gusta Narcos?
—No especialmente, me gustan más otro tipo de series. Prefiero la NBC —dije señalando al televisor, en el que Gordon Ramsay escupía un trozo de lo que parecía una tarta de chocolate en un plato. ¿Qué narices le habrían puesto para que tuviera que escupirla?
—¡Jimmy Fallon! —gritó Fritz entusiasmado—. También nos gusta mucho, aunque tenemos que verlo vía YouTube. Entonces, ¿puedo hacer una llamada?
—Claro…
El turista intergaláctico cogió el teléfono, lo descolgó y empezó a rebuscar algo dentro del traje. Sacó un objeto alargado, con ventosas y una antena fina, como de alambre. Lo adhirió al auricular, apuntando hacia arriba, y empezó a marcar un número larguísimo. Conté hasta cincuenta pulsaciones. Luego se llevó el auricular a la oreja y la boca, y carraspeó, como hacemos los humanos cuando esperamos a que alguien descuelgue al otro lado de la línea.
Fritz empezó a hablar en un idioma lleno de consonantes, parecía imposible que alguien pudiera emitir sonidos así. Parecían más onomatopeyas, que cualquier otra cosa. Al cabo de un rato, despegó el objeto y colgó el teléfono.
—¿A dónde ha llamado?
—Debería ser personal, pero como ha sido tan buen anfitrión… he llamado a casa. Alguien vendrá a reparar mi nave, y podré seguir mi camino.
—A su casa… ¿en Grutermita?
—«Gruernekmaksij», así es.
—¡Eso debe ser carísimo!
—Descuide, he llamado a cobro revertido. ¿Sería tan amable de servirme un vaso de agua? Tengo la garganta llena de polvo.
No daba crédito a lo que me estaba pasando. Un alien… perdón… un turista intergaláctico, en mi casa, llamando a su planeta natal, pidiendo a sus amigos ali… turistas, que vinieran a por él, y pidiéndome un vaso de agua. Se lo serví, por supuesto, y él lo cogió con sus enormes manos. Se lo llevó a los finísimos labios y lo bebió de un trago. Luego se metió el vaso en la boca y empezó a masticarlo, con crujidos terribles que parecían más propios del sonido que hace un tenedor en un triturador. Tragó, y mi vaso desapareció, al menos por el momento.
—Qué aproveche.
—¡Muy amable!
—¿Cuánto tardarán en llegar sus paisanos?
—Deberían estar a punto de… ¡oh, mire, ya llegan!
—Qué rápido.
—Ya sabe… la velocidad de la luz es una maravilla.
En ese momento, el salón de casa volvió a iluminarse. Miré al exterior y vi como del cielo descendía una nave idéntica a la que estaba en el suelo, destrozada, solo que aquella tenía todas las piezas en su sitio, y el cristal de la cabina brillaba impoluto.
—Muchas gracias por su hospitalidad. Ha sido un placer verle, cada vez que vea a Jimmy Fallon me acordaré de usted.
Fritz salió de mi casa, y cerró la puerta tras él. Yo miré por la ventana, y pude ver como el extraño tipo gesticulaba mucho mientras hablaba con alguien que bajaba de la nueva nave, usando una escalera de mano que se había desplegado. Se sacó algo del traje que llevaba, que aunque no se veía bien por el exceso de luz, parecía muy distinto al que llevaba Fritz. Apuntó a la nave siniestrada y esta desapareció, así como todas las piezas esparcidas por el terreno. Luego dio un golpe a Fritz en la nuca, como haríamos nosotros con alguien que ha hecho una estupidez, y le hizo subir a la nave. Yo estaba equivocado, parecía que en aquellos vehículos había sitio para dos pasajeros. El nuevo turista intergaláctico se sentó en la nave, plegó la escalera, e hizo que el platillo ascendiera y desapareciera para siempre. Me quedé mirando al cielo un buen rato, sin saber qué narices hacer a continuación. Me volví a sentar en el sillón, mirando la tele, pero sin prestarle atención, y empecé a pensar cómo explicaría todo lo que acababa de ocurrir. En mala hora lo hice, si me hubiera callado, no habría acabado encerrado en este maldito centro. ■
© 2017 M. Floser.