
Nieve

Se detuvieron en cuanto se dieron cuenta de la presencia del zorro blanco. El animal les miraba, tranquilo, sentado cómodamente sobre la nieve que invadía el páramo. Era una criatura hermosa, tan sutil y de una belleza tan frágil que podría conmover a cualquier hombre o mujer. Pero aquellas dos bestias no eran ni una cosa, ni la otra. Los dos orcos, vestidos únicamente con un taparrabos mugriento de cuero pestilente, se abrazaban a ellos mismos, cruzando los brazos sobre sus pectorales robustos, apretándose los hombros con sus manazas verdes y llenas de pústulas. Estaban muertos de frío, y sus labios carnosos y colgantes estaban más morados que de costumbre.
—¿Po-po-po-por-por q-por qué he-he-hemos ve-ve-veni-venido p-p-por a-a-a-aqu-aquí, C-C-Curene?
—Po-porque… porque e-e-es e-e-e-e-el cami-cami-camino más cor-corto, Fri-Fri-F-F-Friven.
Los dientes, afilados y peligrosos, castañeaban. Sus músculos, tensos por la posición encogida de ambos monstruos, empezaban a dolerles.
El zorro se movió, empezó a andar de forma elegante, sobre la nieve, como si no pesara nada, luego apretó el paso hasta que estuvo trotando con una agilidad pasmosa. Los orcos no se dieron cuenta de que el animal se había marchado, como tampoco se dieron cuenta de que aquel zorro blanco, en mitad de la carrera dio un salto y, antes de caer de nuevo a la alfombra de nieve blanca, se convirtió en un águila real que surcó el cielo con precisión y rapidez, aprovechando las corrientes de aire a su favor, para ganar velocidad. Tras unos minutos volando, en el suelo, a unos metros bajo el águila, se alzó un poblado que estaba exactamente en la dirección que estaban tomando los dos engendros. El águila extendió las alas y se lanzó en picado hacia el poblado. Antes de caer al suelo plegó ambas alas, envolviéndose el cuerpo, dio una vuelta en el aire y, de pronto, se volvió a convertir. No regresó a la forma de zorro blanco, sino que esta vez se transformó en un niño de piel pálida y pelo negro, vestido con una capa de plumas y pieles de distintos animales. Sus ojos rasgados lloraban por el aire gélido de aquella zona.
El niño se llevó ambas manos a la cara, y se envolvió con ellas la boca, llenó los pulmones y dejó salir el aire acompañado de su voz, firme, segura y tranquila.
—¡Vienen dos orcos!
No pasaron más de un par de minutos antes de que las puertas de cientos de casas de piedra y paja se abrieran de golpe y, de ellas, salieran un número aterrador de personas: hombres, mujeres, niños y niñas, armados con espadas, arcos y lanzas. Llevaban tiempo preparándose para aquel momento, no dejarían que los orcos mataran a sus seres queridos. Esta vez no. Otra vez no. ■
© 2017 M. Floser.