
El descanso

Xilenia se tumbó sobre el lecho de hojarasca, para meditar sobre lo ocurrido en los últimos meses. A penas había tenido tiempo de asimilarlo. Se había visto obligada a aceptar los últimos acontecimientos: la muerte de sus padres, el incendio que convirtió en cenizas su hogar y al resto del pueblo, la visión de aquellos dos hombres, vestidos con túnicas hechas con cota de malla, y con rostros cubiertos por máscaras de gas, negras, con ojos de cristal en los que se reflejaban las llamas de todo el pueblo. No tuvo tiempo siquiera de llorar la pérdida de sus seres queridos, sus piernas, como si funcionaran por sí solas, la ayudaron a huir de allí, alejándose todo lo que pudo de aquellos dos extraños personajes que, sin saber muy bien por qué, no le daban buenas vibraciones. Luego descubrió que aquellos dos bastardos habían provocado el incendio, y habían matado a todos sus paisanos, incluyendo a su familia.
Miró al cielo, enmarcado por las copas de los árboles que abrían aquel claro de bosque y, en el azul impoluto de la bóveda celeste, vio las dos caras enmascaradas. Se le humedecieron los ojos, por primera vez desde que huyó.
—Lo siento mamá, lo siento papá, lo siento Juerin. Juro que algún día os vengaré.
Xilenia se quedó dormida con aquel pensamiento, sin darse cuenta de que, justo a su lado, se alzaron dos columnas de humo amarillento. De entre la bruma, como si de dos portales mágicos se trataran, salieron los hombres de las máscaras de gas y las túnicas de cota de malla. Se quedaron muy quietos, mirando a la muchacha dormida, agotada.
—¿Es ella?
—Lo es.
—Está distinta.
—Los humanos cambian un poco cuando maduran.
Uno de los personajes, el más alto, torció la cabeza para contemplar el rostro de Xilenia.
—¿Seguro que es ella?
—Lo es.
—Entonces no perdamos más el tiempo, la noche está a punto de caer.
El hombre metió la mano por el cuello de la túnica y, cuando lo sacó, sujetaba con fuerza la empuñadura de una daga de hoja retorcida y negra.
—Esta humana ya nos ha causado demasiados problemas. Hay que matarla. ■
© 2017 M. Floser.