Microficción #51

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(Imagen libre de licencia de: 089 Photoshootings)

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Mientras él cortaba las verduras, ella empezaba a hervir la pasta. De fondo se escuchaba una lista de reproducción de baladas rock, de Spotify. La carne estaba preparada, solo había que cortarla y saltearla con el resto de ingredientes, y hacer la salsa que bañaría los espagueti.
    La mujer cogió un cuchillo reluciente y bien afilado, y se acercó a una pequeña puerta de madera pintada de blanco. La abrió y miró el interior de la estancia.
    —Cariño, no voy a poder yo sola, creo que pesa demasiado —dijo la mujer.
    —¡Voy!
    El hombre se limpió las manos en un trapo que tenía atado al cinturón, colgando sobre su muslo derecho. Se acercó a donde estaba su esposa, sonriendo, y miró en la pequeña habitación. Era la despensa de la cocina, repleta de estantes en las paredes de los laterales y la del fondo. En ellas habían paquetes de arroz, de pasta, latas de conserva, hortalizas y, justo en el centro de la despensa, sentado sobre una silla de mimbre, atado con cuerdas impolutamente blancas, había un hombre completamente desnudo, lleno de cardenales y cortes por todo el pecho, el vientre y la cara. Estaba inconsciente, pero se despertó en cuanto la mujer le dio un golpe en la calva con la parte plana del cuchillo. Empezó a gritar, pero la mordaza de seda que tenía en la boca le impedía vocalizar.
    —Vamos, grandullón, ya casi está la pasta.
    El marido cogió al pobre hombre por la axila y lo levantó de la silla. A pesar de lo delgado que estaba, aquel tipo tenía una fuerza sorprendente. Tiró del secuestrado, haciendo que este se moviera a base de saltitos. Sus pies estaban unidos por una soga. Los ojos del amordazado se abrieron al ver sobre el suelo, extendido, un enorme plástico transparente. El marido le empujó, y el hombre cayó de bruces sobre el plástico.
    —Todo tuyo, mi amor. Voy a remover la pasta, o se nos pegará.
    La mujer sonrió, enamorada y excitada por la demostración de fuerza de su marido. Se agachó junto al secuestrado y, sin pensárselo dos veces, le rebanó el cuello de lado a lado. Luego empezó a cortar, a profundizar con la hoja afilada del cuchillo, hasta que la cabeza y el cuerpo fueron dos piezas independientes.
    El plástico estaba lleno de sangre, la mujer estaba llena de sangre, y sus ojos azules resaltaban sobre el rojo líquido que le cubría la cara. Cogió la cabeza, se acercó a una tabla de madera que había en la encimera, y la dejó, rezumando sangre, y con una expresión de espanto que no duraría mucho.
    —¿Qué parte crees que es mejor, mi vida? —preguntó ella relamiéndose un poco de sangre que le bañaba los labios.
    —Hummm… creo que las mejillas. Podemos hacer una buena boloñesa, ¿te parece?
    La mujer asintió, se limpió la cara con un trapo que lanzó directamente al interior de la lavadora, y se dispuso a cortar. Ya casi era la hora de comer, y su estómago empezaba a protestar. Boloñesa… su marido la conocía bien, esa era su receta favorita.

© 2017 M. Floser.

8 comentarios en “Microficción #51

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