
Túnel
Con una chispa, así comenzó todo: con una chispa entre dos rocas altas, a la que siguieron un ciento más y, luego, otras doscientas chispas que empezaron a saltar y a girar, formando un aro de luz en el cielo, del que brotaban mil estelas finas como hilos dorados que explotaban silenciosamente al alcanzar el suelo, donde dejaban, desnudos y humeantes, pequeños hombres cubiertos de pelo blanco. Solo tenían al descubierto la nariz y los ojos, el resto era un albornoz de pelo nevado.
—¡Uh, eso ha sido chupi! —dijo uno de los hombres, mirando al aro de luz del que seguían brotando figuras idénticas a él.
—¿Qué es «chupi»? —preguntó otro hombre, reflejo exacto del primero.
—Es una palabra que usan los habitantes de este universo para decir que algo es increíble. Nosotros lo llamaríamos Bkkdjksjidenmdei, pero las gargantas de los humanos no podrían decir esa palabra sin que la lengua se les atara como si fueran los testículos de uno de nuestros jornes.
El hombre que escuchaba la explicación miró a su alrededor, al bosque de rocas, como si algo no le cuadrara. Luego miró al cielo estrellado y se quedó espantado un segundo. Cayó de culo, pero la mata de pelo amortiguó el golpe.
—¿Qué pasa?
—Mira, Griene —dijo señalando hacia las estrellas—, en este universo el mar está arriba.
Griene miró hacia el cielo y lanzó una sonora carcajada que, para nosotros, parecería un llanto desconsolado.
—Eso no es el mar, Burue, eso es el cielo. ¡Ellos lo llaman firmamento! Y esos puntos que ves no son peces, no seas tan zoquete de intentar pescarlos, eso son estrellas.
Burue se puso en pie, justo en el momento en que el aro de luz dejaba de proferir chispazos y se cerraba como si nunca hubiera existido. El paisaje estaba atestado de hombres peludos idénticos, miles, o cientos de miles, o el número que vaya después de ese…
—¿Y ahora qué hacemos, Griene?
—¿No es obvio? Lo que hemos venido a hacer, Burue… matar a los humanos y quedarnos con su planeta.
—Chupi…
Sin decir nada más, los hombres peludos empezaron a andar y en cada paso se escuchaba el roce de los muslos, como si fueran serruchos intentando cortar un tubo de hierro macizo. La luna contemplaba la procesión, pero hizo como si no hubiera visto nada, no fuera a ser que aquellas cosas lo pagaran con ella. Que fueran a por los humanos, total, los muy ingratos no se molestaban ni en admirarla, se limitaban a dormir mientras ella les protegía. ■
© 2016 M. Floser.