
Solo mío
Trevor llevaba tres meses sin dar señales de vida, se había ido de vacaciones, y había avisado de que tardaría en volver, pero aquello era demasiado. Sus amigos, Joe y Micke, habían llamado a sus padres, que tampoco sabían nada. Incluso habían entrado en casa de su amigo, usado la copia de las llaves que Trevor les había dejado cuando se mudó. El piso estaba vacío, los libros de las estanterías habían desaparecido, incluso la ropa del armario. Micke encontró algo en la moqueta de la habitación de Trevor: una pulsera con letras que formaban un nombre.
—Rachel… —dijo Joe viendo la pulsera que sujetaba su amigo.
Se miraron entre ellos, nerviosos, contemplaron la estancia, y sintieron un nudo apretándose en sus pechos. Salieron corriendo, cogieron el coche y aceleraron, saltándose semáforos en rojo, ignorando el cláxon protestón de los coches que tenían que frenar en seco para no embestirles.
—¡Mierda! —Joe golpeó el volante, furioso.
—Tranquilo, tío, no pasa nada.
—¡Esa puta loca!
Micke se encogió al ver como una moto se cruzaba en su camino, Joe dio un volantazo y consiguió esquivarla. Desde el asiento del copiloto, Micke pudo ver por el retrovisor como el motorista les hacía gestos obscenos con la mano mientras, seguramente, les recitaba todo el repertorio de insultos de que disponía.
Cuando llegaron a su destino, Joe dejó el coche en segunda fila. «Que jodan a las multas» pensó cuando salió a la calle dando un portazo que taponó los oídos de Micke, el amigo salió del vehículo y ambos corrieron hacia las escaleras de un portal entre medio de dos tiendas de lujo. Llamaron al quinto piso, y el portero automático emitió un pitido. Joe golpeaba la puerta de madera con los dedos, y el suelo con el pie. Micke se mordía el labio. Se escuchó un «¡meeec!» y la puerta crujió, abriéndose. Los amigos se miraron, esperaban que alguien, quizá Rachel, les dijera que se fueran a través del interfono.
Entraron y subieron los escalones de dos en dos, ignorando la fatiga, ignorando el ardor que sentían en las piernas. Cuando llegaron al quinto piso, aporrearon la primera puerta.
—¡Rachel, abre! —gritaron al unísono.
—¡No está cerrada, chicos!
La voz sonó sospechosamente amable, empujaron y, efectivamente, la puerta se abrió. Cuando entraron se encontraron a Rachel, tan hermosa como siempre, con esa belleza psicópata que la caracterizaba. Llevaba un vestido vintage color azul pastel, con el pelo rubio cardado, desentonando con el siglo XXI.
—¡Qué agradable sorpresa! —dijo Rachel mirándolos con una sonrisa que perturbaba más su rostro. Luego se dirigió hacia un punto que quedaba fuera del campo de visión de Joe y Micke y, agrandando más la sonrisa exclamó—: ¡Cariño, tus amigos han venido a visitarnos!
Los chicos abrieron los ojos como platos, mirándose desconcertados. ¿Trevor estaba allí?
Entraron en la casa, apartaron a Rachel de un empujón y se dirigieron hacia donde la mujer había mirado.
—¡Nos habías asustado, Trev…!
Joe no pudo acabar la frase, en el sofá del salón de Rachel, sentado con los ojos muy abiertos y la cara desfigurada, estaba el cadáver de su amigo Trevor, con un estado de descomposición avanzado, vestido con una levita marrón y un bombín a juego encajado en la cabeza.
© 2016 M. Floser