Microficción #23

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(Imagen libre de licencia de Amort1939.)

—¿Me vas a dejar cagar? —dijo el hombre aporreando la puerta del baño. La hoja se abrió y unos ojos se asomaron, inyectados en sangre, con las pupilas dilatadas. Abrió del todo y dejó que el hombre le viera. Era alto, sin cejas. La punta de su nariz, y la boca, quedaban tapadas por una mascarilla verde que se acomodaba tras las orejas: tras la derecha, grande y de soplillo, y tras la izquierda, a la que le faltaba la mitad superior. Tenía el pelo rubio, de punta, pero tenía tan poco que la forma de la cabeza se veía a trasluz y brillaba con la iluminación anaranjada de la bombilla del espejo, sobre el lavabo lleno de sangre, pelos y trozos de carne. Tenía las manos cubiertas con guantes amarillos de goma. Con la mano izquierda sujetaba una cabeza humana con expresión de sorpresa. En la derecha un cuchillo perfectamente afilado cuya hoja brillaba en las partes que no estaban llenas de sangre. El torso del gigante estaba ataviado únicamente con un delantal de carnicero y sus brazos enormes se detuvieron mientras miraba al que le observaba desde el pasillo.
    —¿A qué esperas? —preguntó el hombre de la mascarilla mientras pasaba el filo del cuchillo por la coronilla de la cabeza. Un matojo de pelos cayó al lavabo y se mezcló con la sangre—. ¿No te estabas cagando?
    —No esperarás que me ponga a cagar contigo al lado.
    —Tendrás que hacerlo, yo estoy trabajando.
    Sin decir nada más se volvió a concentrar en el afeitado de la cabeza. No se le daba bien ir con cuidado, y en cada pasada del cuchillo levantaba un pedazo de carne que caía con un golpe seco y desagradable en la porcelana.
    El otro hombre, delgado y bajito, pasó por detrás del gigantón, pegándose a la pared para no tocar el trasero de su compañero. Se bajó los pantalones, maldiciendo, y se sentó en la taza del váter. Miró hacia su izquierda, donde una bañera acomodaba el cuerpo del dueño de la cabeza que el de la mascarilla sostenía. Vestía un traje de rayas diplomáticas, una corbata completamente negra y una camisa rosada. El cuello de la camisa quedaba al ras de la amputación, como si el gigante lo hubiera medido. Corrió la cortina, asqueado por la visión, y miró a su derecha, donde el lavabo le quedaba a la altura de la cabeza. Un nuevo trozo de carne cayó en ese momento, y él siguió el trayecto con la mirada. Luego subió los ojos hacia la cabeza que ya estaba completamente afeitada y suspiró al saber lo que ocurriría ahora.
    —¿No puedes esperar a que acabe de cagar, Mieru?
    —Al maestro le importa un comino tu intestino, Liew. Si no acabo con esto antes de que llegue se enfadará y me meterá el cuchillo por el culo.
    No esperó a que Liew le respondiera. Cogió la cabeza y la apoyó de perfil en el desagüe del lavabo, ignorando la sangre, los pelos y los trozos de carne que se estaban adhiriendo a la mejilla de aquel desgraciado. Cogió el cuchillo con firmeza, acercó la punta a la sien, y empezó a describir una línea descendente por toda la mejilla, hasta llegar a la barbilla. En ese momento giró la cabeza, apoyándola esta vez sobre la coronilla y siguió con su trabajo, con mucho cuidado. Cuando llegó a la mejilla contraria apoyó la cabeza sobre el otro perfil y siguió el recorrido del cuchillo hasta la sien. No se detuvo hasta que la línea roja que había trazado la punta del cuchillo se unió en el punto inicial. El hombre del váter miraba el proceso con una mezcla de asco y admiración. Mieru era un artista cuando se trataba de hacer algo así.
    El gigante apoyó de nuevo la cabeza amputada en el desagüe, palpó con la yema de los dedos enguantados en la línea que había hecho el cuchillo y, cuando consiguió levantar un poco la carne, empezó a meter la hoja afilada, separando la carne del hueso, con músculos incluidos. Poco a poco la calavera completamente ensangrentada se presentó, como una imagen truculenta, imposible de olvidar.
    Liew contuvo una arcada, pero supo que no podría vencer a la siguiente. Cogió papel higiénico, se limpio, aunque no había conseguido hacer nada, se levantó del váter y salió corriendo del cuarto de baño, sin siquiera colocarse bien los pantalones y los calzoncillos. Mieru miró al hombrecillo, sonriendo detrás de la mascarilla, viendo como su culo peludo y desnudo templaba con cada zancada. Cerró la puerta del baño, presionó el botón de la cisterna con el mango del cuchillo y siguió con su trabajo. Tenía que acabar aquello antes del mediodía, y ya eran las diez de la mañana.

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