DANZA
Introdujo las llaves en la cerradura y abrió la puerta de su casa. Llevaba todo el día deseando llegar, estaba cansada de trabajar y necesitaba relajarse. Durante el camino en metro no dejó de pensar en lo mucho que necesitaba meterse en la ducha.
Lo primero que recibió al pasar el umbral de la puerta, fue el perfume del ambientador. Le encantaba aquella fragancia con olor a detergente. Cruzó el salón a oscuras, dirigiéndose a la lámpara que había junto al sillón. La encendió y la estancia quedó iluminada por una luz anaranjada que daba sensación de calidez. En la calle no había anochecido, la luz mortecina aún se filtraba por los cristales de las ventanas.
La mujer entró en la habitación y no se molestó en encender la luz, no lo necesitaba. Se sentó en la cama, se quitó la ropa y se dejó caer hacia atrás. No fue consciente, hasta aquel instante, de cuán cansada estaba. La respiración se le agitaba y sus párpados empezaron a cerrarse. Los abrió de golpe, agitó la cabeza para despejarse y se obligó a levantarse. El sueño no le impediría disfrutar de aquel maravilloso momento bajo la ducha. Se calzó las zapatillas de goma y cruzó el salón en ropa interior.
El baño se iluminó al pulsar el interruptor. No se molestó en mirarse al espejo, a pesar de lo grande que era este. Se desnudó del todo y se metió en el plato de ducha. Disfrutó del agua templada que apaciguaba su piel, ardiente de aquel día caluroso. Disfrutó del olor del jabón y del ligero masaje que se dio en el cabello. Se relajó tanto que se permitió empezar a cantar aquella canción que sonaba en el equipo de música. Su voz se mezclaba con el repiquetear del agua en la cerámica del suelo.
Cerró el grifo haciendo que la música ganara protagonismo. La música y su canto personal. Salió de la ducha y cogió una toalla que colgaba detrás de la puerta. Envolvió su cuerpo mientras se contoneaba al son de la música. Le encantaba aquella canción. Entonces se detuvo. Era cierto que le gustaba la música que sonaba, pero se dio cuenta de una cosa: ella no había puesto música.
Salió del cuarto de baño mirando al salón con una mueca de confusión. La música subió de volumen y en la pared blanca, iluminada por la luz de la lámpara, vio proyectarse una sombra. No una sombra cualquiera, la sombra de un hombre que danzaba.
Reprimió un grito y se acercó despacio. Se asomó y, en efecto, en medio de su salón, de espaldas a ella, un hombre danzaba. Sus pasos de vals desentonaban con el ritmo rápido de aquella canción. Vestía un traje negro y un bate de beisbol cruzaba sus hombros, se apoyaba en la nuca de aquel intruso y, a su vez, sus muñecas se apoyaban en la madera.
La mujer reprimió un nuevo grito que quedó en gemido. Un gemido lo bastante fuerte como para que el hombre lo escuchara. Dejó de danzar y giró ligeramente su torso. Miró a la mujer por encima de aquellos hombros ocupados por el bate.
El rostro de aquel personaje era perfecto. Sus facciones parecían haber sido esculpidas por algún artista. Su pelo engominado y perfectamente peinado hacia atrás dejaba libre un mechón que le caía por encima de la ceja izquierda e interrumpía una mirada completamente ida. Sus pupilas, contraídas, pequeñas y maliciosas la miraban de arriba a abajo.
—Oh, buenas noches cariño —dijo el hombre. Su voz tenía un deje sofisticado—. Veo que ya has terminado de ducharte. ¿Estás relajada?
—¿Qui-quién es usted?
—Qué graciosa —dijo sonriendo y arrugando la nariz—. Cariño, eres traviesa. Sabes que no me gustan esas bromas.
—¿Po-por qué me-me llama cariño?
—Deja de hacer el tonto, cariño. Ven, siéntate. Tengo una buena noticia.
El desconocido se acercó a ella, bajando el bate de sus hombros. Alargó su mano para tomar a la mujer por la muñeca; ella se zafó.
—¡VAYASE DE MI CASA!
El hombre se detuvo y su cara hizo una extraña mezcla de expresiones. La primera fue desconcierto y dolor. Como si le acabaran de romper el corazón. Entonces su rostro mostró enfado. Una furia y un odio que podían parecer imposibles de sentir. Sin que la mujer pudiera percatarse, el reverso de la mano de él cortó el aire y le golpeó con fuerza. Ella se cayó al suelo y se llevó la mano a la mejilla. La piel le latía de dolor.
—No vuelvas a gritarme, cariño. Ya te lo dije. No me gusta que me griten. ¿Por qué eres tan testaruda? Solo quiero que te sientes conmigo. Quiero estar con mi mujer.
Ella rompió a llorar. La desesperación, el miedo y el dolor se mezclaron en un llanto que le desgarró la garganta.
—¿Quién es usted? —dijo entre sollozos—, ¿cómo ha entrado? ¿por qué me hace esto?
—La puerta estaba abierta, cariño. Debes tener cuidado, es un barrio peligroso.
No era sarcasmo. Aquel hombre estaba convencido de lo que decía. Realmente creía que ella era su mujer.
—Oh, cariño, escucha esta canción. ¿La recuerdas? La escuchamos juntos en nuestra primera cita.
El hombre se puso a bailar de nuevo pero ya hacía rato que la música había dejado de sonar. Bailaba por todo el salón, con una pose que simulaba llevar a su pareja entre los brazos. La mujer le miraba desde el suelo. ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué quería de ella? El miedo la mantenía anclada en el suelo. Mirando como aquel enajenado bailaba mirándola en cada giro con una sonrisa que era casi más terrorífica que su mirada perdida.
© 2015 M. Floser.