COMO DAVID CONTRA GOLIAT
Se detuvo en medio de aquel mar de arena. La brisa, calentada por el sol de justicia, le echaba hacia atrás la gabardina color tierra. Tenía la cabeza gacha, y su sombrero de ala ancha, cuyos laterales se alzaban hacia el cielo, le ocultaba ligeramente el rostro. El humo del cigarro le ascendía por la mejilla izquierda y se difuminaba poco a poco en la inmensidad del aire. No era alto, pero tampoco bajo. Sus piernas estaban enterradas en la arena hasta las espinillas. No parecía preocupado. Se mantenía allí quieto, respirando suavemente, haciendo que su tórax se moviera de forma sosegada. Dio una calada al cigarro, y arrugó el labio en el momento en el que la arena del desierto estalló, levantando una nube de polvo de la que salió disparado un enorme gusano de piel rosada y moteada. Su cuerpo no dejaba de emerger, mostrando miles de pequeñas patas en comparación con su descomunal tamaño. Aún así, aquellas extremidades eran varias veces más grandes que el hombre. El gusano, con docenas de ojos surcándole el rostro, se retorció en el aire y dirigió su cabeza gigantesca hacia el humano. No se inmutó. Parecía no importarle la presencia del engendro cuya boca, repleta de colmillos verduzcos, babeaba en una catarata espesa y nauseabunda. La saliva del monstruo cayó en la gabardina del hombre y un siseo sonó en el punto en el que el líquido había caído. La ropa del humano se estaba quemando y pareció que aquello le molestó. Alzó la cabeza, dejando que el sol le iluminara un rostro duro, de ojos entrecerrados. Aguantaba el cigarro con sus dientes blancos en una boca asqueada, rodeada por una barba rala que parecía perenne. El monstruo se enfureció ante el descaro del humano que se atrevió a mirarle sin mostrar respeto ni miedo. Lanzó un rugido desesperado al viento que quedó amortiguado por la quietud del desierto y el calor espeso que formaba paredes invisibles. El rugido no consiguió asustar al hombre que, al notar como el monstruoso gusano se preparaba para lanzar un nuevo alarido, extendió su brazo y, de la manga de la gabardina, salió rápidamente un pequeño revolver que a duras penas ocupaba la palma de la gruesa mano. Sujetó el pequeño arma y apuntó directamente al rostro del monstruo. Era una escena ridícula. Como intentar descarrilar una locomotora armado con una piedra. El monstruo ignoró la amenaza del humano y se lanzó al ataque. El hombre apretó el gatillo y un potente fogonazo de luz salió del cañón, haciendo que la parte superior del gusano quedara desintegrada y, el resto de su cuerpo, quemado, cayera a plomo en la arena del desierto. El hombre no sonrió, no mostró el más mínimo atisbo de alegría; se limitó a soplar el cañón humeante de su pequeña pistola y luego la soltó, haciendo que el arma volviera a desaparecer en el interior de su manga. Ahora podía seguir su camino, hasta que se encontrara con el siguiente obstáculo.
© 2015 M. Floser.