LA CRIATURA DE LA CIÉNAGA
Entonces lo vi, saliendo de aquella ciénaga con su piel verde y grumosa. Con ojos mortecinos que invitaban a la locura. Lo vi, como vi la mano que volaba hacia mi garganta, apretando los dedos imposiblemente largos que rodeaban mi cuello varias veces. Lo vi, como vi la muerte que se acomodaba en mi aliento poco a poco extinto, y en mis sueños truncados. El monstruo había despertado y yo lo vi, lo vi como vi caérseme el libro negro que había usado para invocarlo. Lo vi, hasta que mi vida se apagó y ya no pude ver nada más.
LLEGANDO A NIDRIEL
Las puertas de Nidriel se alzaban ante sus ojos, imponentes, varias veces más grandes que el tamaño de un hombre, y tan hermosas que parecía imposible describirlas. El sol se reflejaba en ellas y acentuaba sus grabados de oro y marfil. Se le humedecieron los ojos, emocionado al recordar las penurias que había vivido en su camino hacia Nidriel. Por fin, tras varios años vagando por el mundo, había alcanzado su destino. Su futuro se abría al ritmo cadencioso con el que lo hacían las hojas de aquellas puertas. Los crujidos de las enormes bisagras resonaron en el valle como truenos amenazadores. Aquel sonido, inquietante, hizo que el corazón del elfo se agitara dentro de su pecho. La aventura no había hecho más que empezar.
MONSTRUOS DE ANTAÑO
Da igual cuánto tiempo pase. Da igual que los años hayan alejado la época en la que el monstruo me perseguía. Es indiferente que las ciudades prosperen y las personas evolucionen. Eso da lo mismo. Tampoco importa la distancia que ponga entre el pueblo que me vio nacer y yo, ni lo protegido que me encuentre tras estos muros custodiados por decenas de hombres armados hasta los dientes. Os digo que todo eso no importa. No importa porque él ya probó mi sangre cuando me clavó sus afilados colmillos en la pierna. Ahora, ese ser de perversión perenne, ese engendro de humo y huesos, esa criatura venida del averno con la misión de arrancarme el alma; viene a por mí y nada ni nadie podrá evitar que me alcance. ¿Correr? Llevo tantos años corriendo que mis piernas se niegan a dar un paso más. No, ya no corro. Ya no corro porque, haga lo que haga, él me encontrará.
PRECIPITADO
Sigo cayendo. Caigo de cabeza mientras intento romper la cuerda que me ata las manos a la espalda. A mis pies, perdido allá en las nubes, queda el dirigible del que me han lanzado. Veo como el suelo, a varios metros de mi rostro, recorta distancias peligrosamente, y la impotencia se une a mi pecho junto con las muchas sensaciones entre las que se encuentra el vértigo. Un vértigo parecido al que se siente cuando sueñas que caes en un oscuro abismo de tu yo interior, y te despiertas por el realismo de la propia precipitación. Pero no es un sueño, y no puedo salvarme despertando en mi cama. Sigo cayendo mientras mi aliento se entorpece por el torrente que mi propio descenso involuntario genera, y tapona mis vías respiratorias. Noto el calor creciente del desasosiego subiendo por mi pecho. Ya no recuerdo cuál fue mi falta, ni si merezco este castigo o es desproporcionado. Solo recuerdo la voz de Miriel diciéndome que estábamos jugando con fuego. Tenía razón, y este asesinato macabro del que estoy a punto de ser víctima, es la prueba de que me he quemado. Aquí está el suelo, es una lástima que no me quede tiempo para despedirme. Miriel, amada mía, espero que me disculpes.
© 2015 M. Floser.